¿Qué pasaría si dos personas, supuestamente destinadas a estar el uno con el otro, no terminasen de encajar? Este es un problema que Cupido presenciaba prácticamente todos los días. La mayoría de las veces era fácil de solucionar, un toque de su fle...
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—Nos vemos mañana, Abigail.
Asentí con la cabeza y a duras penas abrí la puerta. Casi me caigo encima de un gato que pasaba por ahí, pero no. No me caí. Eso ya era suerte, porque llevar mucho peso y mis habilidades de equilibrio no eran compatibles. Caminé todo lo rápido que pude hasta la furgoneta de Dave y metí las cosas dentro.
—¡Ya puedes arrancar! —grité. La furgoneta salió disparada hacia la carretera, casi llevándome a mí por delante. ¡Que mi vida tiene un precio, eh!—. ¡Ten más cuidado!
Dave no me escuchó (obviamente), aunque no porque estuviera del todo dentro del vehículo. El muy idiota había sacado la cabeza por la ventanilla—ni que fuera un Golden Retriever, por favor—y estaba haciendo algo con la mano. Entrecerré los ojos para ver el gesto que hacía... ¡Me estaba sacando el dedo! ¡El muy imbécil me estaba sacando el dedo!
—¡Vete a la mierda, Dave!
Me recoloqué el bolso en el hombro y me dirigí hacia la parada de metro. Justo cuando iba a bajar las escaleras, escuché un grito y acto seguido un golpe seco. Frené mi caminata y volteé pare ver qué había ocurrido. Miré para ambos lados, e incluso anduve un poco para avistar algo, cualquier cosa, pero no vi nada fuera de lo normal. Sólo dos gatos callejeros haciendo gatitos en una esquina. Espera ¿qué? ¡Ugh! ¡Qué asco! aparté rápidamente la mirada de la parejita y entré en la estación. Bajé las escaleras a toda prisa—pensando que no llegaría a coger el metro—y me coloqué junto al resto de personas que esperaban al tren. Miré mi reloj: como siempre, el metro llegaba tarde.
Un escalofrío recorrió mi columna, estaba empezando a refrescar. Me cerré la rebeca, abrazándome a mí misma, y repasé mentalmente las cosas que tenía que hacer al llegar a casa.
1. Lavar los platos. (¡Oh, menuda mierda!).
2. Hacer la colada. (Otra cosa que odio, ¡yupi!).
3. Pagar las facturas. (¿Preparada para que me dé un infarto?).
4. Sacar la basura.
Bueno, no eran tantas cosas como pensaba. Después de eso podría darme un baño relajante, con velas aromatizadas y una copita de vino tinto... Ah, qué bien sonaba aquello.
Un aviso por megafonía anunció que el metro—por fin—había llegado. Di un paso hacia delante y me preparé para la avalancha que sería el intento de entrar al tren. Efectivamente, en cuanto las puertas se abrieron, un tsunami de gente me empujó hacia dentro del vehículo. Recibí toda clase de empujones, codazos y patadas—aunque he de decir que yo también propiné algunos—, pero finalmente conseguí posicionarme frente las puertas. Justo cuando el tren se ponía en marcha vi la cara preocupada de un chico de mi edad—¿sin camiseta?—que al parecer había llegado tarde. Mala suerte, todos hemos vivido eso alguna vez.
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La tierra cada vez estaba más y más cerca. Menos mal que tenía mis alas para frenar antes de pegarme la hostia del siglo. Desplegué mis alas y volé alto... O al menos así es como me gustaría que hubiera ocurrido. Todo fue muy rápido: me colé en la plataforma que te transportaba al mundo humano y salté sin pensármelo dos veces. Aunque claro, ahora sí me hubiera gustado habérmelo pensado por lo menos tres, porque eso fue una muy, muy muy mala idea. Bueno, el caso es que salté. ¿Y qué? Sólo un pequeño salto que mataría a un mortal—pero no a mí, ¿verdad? Y si la caída no podía matarme, no tenía nada que temer, ¿no? ¡Pues el valor no me duró nada! Sí, me cuesta admitirlo, pero así fue. Grité y grité, y grité todavía más fuerte mientras caía. El aire que me azotaba en la cara me obligó a cerrar los ojos, cosa que no me gustó nada, porque ahora sí que no sabía cuando iba a tocar tierra.
¿Y por qué no abriste tus alas? os preguntaréis. Sí, sí, sí, Cupido no es tonto. Pero es que no pude abrirlas. Intenté desplegarlas pero ¡sorpresa! ¡No había alas!
Así que ese era yo, un proyectil con forma humana que caía a una velocidad vertiginosa hacia la tierra.
Así que, cuando el momento llegó, no pude hacer otra cosa:
—¡Mierda! —grité.
Y llegué.
La verdad es que la cosa no fue tan limpia, pero ni me acuerdo porque el porrazo sí fue limpio. No tardé mucho tiempo en recobrar el conocimiento, especialmente porque una anciana me golpeaba repetidas veces con su bolso.
—¡Despierta, joven! ¡Despierta!
—¡Au! ¡Au! ¡Pare! —La anciana cesó los golpes, cosa que agradecí infinitamente. Mi cuerpo humano ya estaba lo suficientemente magullado como para que la señora me golpeara también—. ¿Dónde estoy?
—En Deltown, joven.
—¿Eso está en la Tierra?
—¿Te encuentras bien? Creo que el golpe te ha afectado a la cabeza.—La señora me miró de arriba a abajo—. ¿Y dónde está tu ropa?
Miré hacia abajo y... ¿Y mi ropa? ¡Oh, qué vergüenza! me tapé las joyas de la corona con las manos y me puse en pie de un salto, justo a tiempo para ver quién entraba en el metro.
—¡Es ella! Oh, erm, gracias por todo —le dije a la anciana.
—¡Espera! Toma esto para comprarte algo de ropa, ¡no puedes ir desnudo por la calle!
—Gracias, señora, pero no es necesario.
Y entonces corrí escaleras abajo hacia la estación de ¿metro? ¿Es así como lo llaman? Bueno, no importa. Corrí por el andén buscando a la chica, ¡pero se había esfumado! Justo en ese momento observé como el tren llegaba y los humanos se peleaban por entrar. Qué maleducados. Pero entonces la vi a ella. ¡Mi plan fallido estaba ahí!
—¡Eh! ¡Abigail! ¡Abre la puerta! ¡Abre!
Pero ella sólo me miró con lástima desde dentro del tren, que se puso en marcha acto seguido.