VIII

0 0 0
                                    

     Siempre he sido curiosa, desde muy pequeña.
     Me encanta tener la respuesta a todo, ser una enciclopedia andante creo que es de las mejores cosas que sé hacer. Otra de ellas es preguntar, preguntar y preguntar cosas a veces, cuando no siempre, carentes de sentido para los demás pero muy profundas para mí.
     Son preguntas que generalmente planteo a las dos de la mañana, cuando estoy tratando de dormir y se me hace una tarea imposible. Todo esto recae en los hombros de mis hábitos bohemios, no suelo dormir temprano aunque pueda echar una siestecita que se me antoja eterna, y que tal vez lo sea ya que como tope he llegado a catorce, cuando no quince horas. Mis actividades acostumbro a realizarlas en las noches, resultando contradictorias a mi afición por dormir durante largos periodos de tiempo.
     A lo que voy es que, cuando mi cabeza toca la almohada y mi cuerpo siente  el roce de la suave sábana, mi mente comienza a maquinar con más fuerza que nunca. Y esto me lleva a decir que mi paz es pensar, es mi manera de despejar y destensar mi ambiente.
     Floto en mi propio mundo, y cómo lo amo.
     Y puedo afirmar que es lo mejor que sé hacer.
     Es una especie de círculo vicioso del que no quiero salir jamás, pues me hace sentir que me mantengo viva espiritual y físicamente sin importar qué.
     Las preguntas son mis más recurrentes pensamientos desde que era una niña y los hechos que obtenía como respuesta podían descolocarme, a veces demasiado. Fue así como comprendí el dolor físico.
     Ser curioso puede meterte en líos, y de niños todos solemos ser curiosos.
     Un lindo día, cuando tenía la edad de tres años, me encontraba en un parque junto a mis padres paseando a Motita. Habían otros perros muy hermosos, me superaban en tamaño pero eran tan mansos que podías abrazarlos y no te harían nada. Aún así, los más chiquitos eran los que más me aterraban, pues salían corriendo atrás de mí ya que mi pánico era tan evidente que hasta una hormiga podría notarlo, llamaba bastante la atención.
     Aquel día de cielo despejado y temperatura perfecta, lleno de sonrisas y deliciosos dulces en mi estómago, pasó a tornarse una pesadilla que hoy recuerdo con diversión y un toque de pesadez. Me acerqué a un pequeño chihuahua con la intención de acariciarlo, pero este animalito no lucía de buen humor.
     Aquella pulguilla de cuatro patas comenzó a perseguirme, logrando zafarse del agarre de su dueño. Corrí y corrí con un gran miedo, de ese que surge cuando sabes que va a pasar algo malo pero tratas de evitarlo, y lamentablemente terminé cayendome. La criatura que cualquiera consideraría inofensiva y/o linda optó por morder ese pequeño espacio entre la nariz y el labio. La sangre comenzó a salir a borbotones y un agudo dolor abarcó aquella zona de mi rostro, haciéndome emitir chillidos ensordecedores que cualquier pequeño niño podría lanzar.
     Terminé en el hospital, con una herida en proceso, para nada rápido, de cicatrización. Para colmo, también me detectaron un problema respiratorio causado por mi tabique, y que a la larga podría agravarse, por ende, luego de un año una operación fue llevada a cabo obsequiando a mi rostro una nueva cicatriz.
     De estos casos surgió un amor por la medicina que eventualmente fue creciendo. Agradezco que fue así en vez de traumarme.
     Aquellas cicatrices no me molestaban en lo absoluto, no hasta que residí en aquel lugar. En parte es por esto que digo que las cosas no pueden ignorarse por mucho tiempo.
     Con cinco años, mi cicatrices aún se notaban un poco más de lo que deberían. Resultaba llamativamente asqueroso por lo expuestas que estaban, o eso me hicieron entender cuando estaba en aquel sitio.
      Las niñas no se me acercaban, solo lo hacían cuando había alguna actividad en común. A veces me preguntaban si alguna vez me había visto en un espejo, o si esa "cosa rara" no me molestaba, y ese tipo de cosas. Me sorprendí a mí misma cuando me encontré llorando por aquellos comentarios.
     Las palabras son una daga y a la vez el pétalo más hermoso y suave de una rosa. Es un arma de doble filo.
     Cuando estas se entierran en tu corazón dejan una cicatriz emocional, esa fue la primera de la que fui conciente, una que me marcó hasta el día de hoy y de la cual, posteriormente, se originaron otros problemas.
     —Zaph, ¿Qué pasa?—preguntaba Carissa al ver mis ojos rebosantes de brillantes lágrimas.
     —Cari, no me gusta que hablen así—dije limpiando mis ojos y abrazándome a mí misma, tenía frío.
     —¡Pero no les hagas caso!
     Nos encontrabamos en nuestro escondite. Había un pequeño espacio despejado atrás de un jardín ubicado en la zona de reflexión, no se notaba su existencia ya que las hojas, flores y ramas de los arbustos y pequeños árboles lo escondían.
     La miré y suspiré.
     —No me agradan esas niñas—dije ahora algo antipática, pero con una tristeza palpable. Las lágrimas hacían brillar mis mejillas constantemente.
     —Como dice la señorita Jessica, no hay nada que con un abrazo no se pueda arreglar—me sonrió insistente.
     La miré y una sonrisilla se me escapó, ella abrió sus brazos y se acercó a mí. Imité su acción y terminamos por envolvernos en un cálido abrazo.
     —Eres igual de suave que Motita—reí.
     —¿Quien es Motita?—se separó un poco y me vio con una ceja alzada.
     —Es mi perrito.
     —¡Tienes un perrito! ¿Y no me lo dijiste?—chilló y de inmediato tapé su boca.
     —Cállate, nos van a descubrir—dije riendo. Ella se unió a mi silenciosa risa.

Gotas y Retrospección. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora