XIII

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La niñez nunca es dura. Con nuestra inocencia no somos capaces de ver el mundo desde una perspectiva tan profunda como la de los adultos.
Podemos tener dolor emocional, sí, no lo niego, pero este nunca nos afectará tanto como una dosis de felicidad. Un ejemplo es que, podemos habernos raspado la rodilla y estar llorando, pero cuando nos ofrecen un helado nuestra cara se ilumina y las lágrimas cesan.
Considero eso hermoso.
Y agradezco que lo que considero fuerte haya pasado a esa edad.
Uno de los helados que iluminó mi rostro cuando mi rodilla estaba sangrante y adolorida, fue la primera navidad que pasé con mi nueva familia.
Mi corazón aún latía fuerte cuando recordaba que mis padres estaban en algún lado, había veces en las que me planteaba preguntarle a Angélica, quien tan buena y honesta siempre había sido conmigo, acerca de ellos. Desgraciadamente, siempre la encontraba ocupada y no podía indagar adecuadamente.
Esa navidad fue especial. Recuerdo estar en los brazos de Gregorio, quien me alzaba para que yo pudiera colocar la estrella en el colorido árbol, que inspiraba también muchísima esperanza.
La víspera de navidad fue hermosa, conocí a mis nuevos abuelos, tíos e incluso primos, eran una familia enorme de la cual yo había empezado a formar parte. La gente estaba feliz, muchos bailaban, otros conversaban, incluso me enseñaron algunas palabras en español. Fue una noche larga y llena de alegría, lo cual se me hizo extraño pues se acostumbra a hacer una tranquila cena en familia y luego ir a dormir.
Los latinos y sus cosas.
Terminé quedándome dormida en el mueble de la sala junto a Carissa, con quien hasta ese momento no me había sentido tan unida. A la mañana siguiente fue impresionante y placentero despertarme con el olor de un desayuno en proceso y una felicidad en el corazón que curaba todas las heridas que había tenido, tenía y tendría.
Bajé de mi cama y me subí al taburete para poder abrir la puerta de mi cuarto, como me era costumbre. Emocionada, bajé las escaleras y encontré bajo el árbol de la sala unas cajas hermosamente decoradas, eran los regalos que nos habían dado. Sonreí plena, pues nunca había visto tantos regalos juntos en mi vida. Lo único que logró sacarme de mi ensoñación fue la voz de Carissa.
—¡Zaph, despertaste!—exclamó la morena con una sonrisa desde la cocina. Volteé y entré para encontrarme a Angélica y Gregorio haciendo lo que me parecieron pancakes.
—Ya era hora, vaya que duermes—comentó Angélica y reí.
—Te estábamos esperando para abrir los regalos—esta vez habló Greg.
Sonreí ante sus palabras y en cuestión de minutos ya estábamos sentados cerca del árbol. Veía a todos abrir sus regalos, yo no había ni tocado aún el mío.
Angélica dio un grito de alegría cuando se enteró que tenía en sus manos un ejemplar de un libro autografiado por su autor favorito, también un vestido que había añorado por meses. Por otro lado, Gregorio sonreía con los muchos pinceles, acuarelas y pinturas que tenía en una caja especial para colocarlas. Y a sus pies, se encontraba Carissa quitando el papel de regalo a una caja que dejó ver el rostro de una muñeca, comenzó a saltar cuando notó que se trataba de la que más había querido en esos meses que llevábamos en la casa.
Yo estaba tan sumida en su felicidad, no me di cuenta siquiera de que no había tomado la última caja que era para mí. Sus sonrisas eran brillantes, la mañana fría y no muy luminosa daba un aura tranquila y perfecta que contrastaba con la calidez y alegría que aquellas personas transmitían. Angélica nos agradeció a los tres, al igual que Gregario, pues Carissa y yo habíamos formado parte de la elección de los regalos para ellos. Carissa solo chillaba, y aunque seguía resentida por haberme apartado un poco, nunca podría dejar de sentirme feliz por ella.
—Zaphi, ¿No abrirás tu regalo?—la dulce voz de Angélica llamó mi atención. Sus ojos tenían un brillo de emoción indescriptible.
Fue entonces cuando me di cuenta de que mi regalo seguía bajo el árbol. Motita, quien no podía faltar en tan memorable escena, se removió a mi lado y me vio con esos ojitos hermosos. Sonriendo, besé su cabeza.
—¡Por supuesto que sí!—hablé por primera vez desde que me había levantado.
Arrastré la caja larguirucha y la posicioné frente a Motita y yo. Las tres personas en la habitación me miraron expectantes y antes de comenzar a rasgar el papel, leí con fluidez la pequeña inscripción:

Gotas y Retrospección. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora