La última vez

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Lance se quedó quieto después de un arduo trabajo de campo, se quitó los guantes y las botas y los dejó caer en medio del pastizal, respiró profundamente y dejó su peso ir y chocar contra la tierra calentada por el sol de Altea.

Sus ojos azules aún miraban con tristeza el cielo del mismo color, la sensación de vacío perduraba aún con el paso de los años, pero en el fondo, muy en el fondo, confiaba en que algún día podría mirar arriba y recordarla sin romperse en un millón de pedazos.

Mil estatuas se habían alzado en su nombre y todos los años en Altea, se celebraban festivales que la conmemoraba a ella, la salvadora del universo, Allura.

El amor de su vida.

Alzó la mano, la estiró tanto como pudo, una especie de rutina silenciosa y desgarradora, como si ella estuviese ahí, pérdida entre la quintaescencia del planeta, como si al hacerlo pudiera tocarla y sentir su cabello espumoso entre los dedos.

Allura, Allura, Allura.

Aún con el paso del tiempo su mente no podía olvidarla.

Su mano cayó a su lado en un golpe seco y silencioso, justo como cayeron sus esperanzas cuando ella decidió sacrificar su vida, justo cómo cuando despertaba en medio de la noche y un dolor agudo e indescriptible le atravesaba el pecho y lo torturaba, lo torturaba con el recuerdo de su aroma y su sonrisa, con el recuerdo de un amor que pudo haber sido y perdurado, con el amargo sabor de la victoria que sabía a hiel y a tinta negra en su boca.

Él le había prometido una familia y no había podido sostener su promesa, aún hoy le dolía el recordar y saber que de haber tenido más tiempo quizás habrían podido obtener otra salida, quizás hoy no lloraría su pérdida entre flores rosas de tallos altos, quizás cargaría a una niña en brazos y la llevaría con su madre, viajarían por el universo y visitarían las playas de su tierra, recogerían con has y les enseñaría a escuchar al mar y a la vida, el paso del tiempo en rocas pequeñas pero duraderas ante las tempestades.

Pero aquello sólo eran fantasías para un chico de Cuba que viajó a las estrellas y salvó al universo, al que le dio todo. Por él se rompió cosillas una y otra vez, tragó lágrimas y temores, por él soportó estar lejos de casa y por él, pagó un precio que aún hoy día le pesaba en el alma.

La guerra le costó a Allura, la guerra le costó la felicidad, el amor y los sueños.

La guerra costó todo, no escatimó en equivalencias.

Lance miró al cielo, pero había dejado de ser del color de sus ojos, ahora era anaranjado y rojo sangre, rosa y amarillo, los colores se combinaban bellamente en el mundo despejado que su amada había salvado a costa de su propia vida. Tragó saliva y se sentó, para descubrir con la mirada una silueta reconocida antes de ser cegado por un resplandor plateado.

Se cubrió la frente con una mano y se talló los ojos con esmero una vez pasado el resplandor.

–¿Keith?–

Ojos violetas le miraron con tristeza, una sonrisa suave se posó en los labios del contrario.

–Lance– habló una voz conocida, pero mucho más madura, más amable y más comprensiva que la de hace años, cuando decidieron huir del planeta y montar leones hechos de metales –¿Cómo has estado?–.

Tragó saliva, no había visto a Keith desde la boda de Shiro, no desde que lo encontró llorando en los jardines del recinto con los ojos brillantes y amarillos y colmillos que desgarraron su labio, no supo de él desde que anunció que se iba y Shiro trató de detenerlo, desde que Keith sonrió y les dijo que los quería pero no podía volver a verlos.

Dilo, una y otra vez [Sheith] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora