Pocos meses después de cumplir los diez años, ya me conocía el bosque como la palma de mi mano.
En el centro del bosque había un claro. Pero demasiado pequeño para mi gusto, quizá pudieran estar allí cuatro o cinco personas sin llegar a tocar los árboles y hierbas bajas que lo rodeaban.. Me gustaba ese claro. Solía tumbarme allí. La hierba me hacía cosquillas en los brazos y en la cara cuando soplaba la más leve brisa de aire. Contemplaba las nubes pasar. A veces, llegaba a preguntarme si ellas me verían a mí, como yo las veía en esos momentos. Admito que ese comentario no tiene mucho sentido, pero es que tan solo tenía diez años, me gustaba soñar. Los pájaros piaban para mí, y casi siempre acababa durmiéndome en aquella cama hecha de hierba verde. Una de las veces que me desperté, me pareció oír el rumor del agua correr. Agudicé el oído y caminé guiándome tan solo por algo que ni siquiera sabía si me llevaría a alguna parte. Durante varios minutos creo que di varias vueltas en círculo, pero llegó un momento en que cada vez escuchaba el ligero sonido del agua más cerca.
Encontré un rio, rodeado de árboles lo suficientemente juntos como para el rio pasara desapercibido a ojos de cualquiera. No era muy ancho, en un par de zancadas podías pasar de una orilla a otra y el agua apenas me llegaba por las rodillas en aquella zona. La corriente era bastante suave, y tenía forma de zigzag. Aquel día no explore más el bosque. Volví a casa casi corriendo ya que me había dormido demasiado y descubrir el rio y alejarme más de casa no ayudaba. Al día siguiente me levanté temprano para aprovechar más las horas de sol y descubrir más cosas de aquella zona inexplorada que tanto me había gustado la tarde anterior. Cogí un poco de queso y pan y lo metí en mi zurrón, que siempre lo llevaba y me dirigí al bosque excitado por la emoción. Caminé hasta el claro, silbando alegre y volví a buscar el rio, que tarde muchísimo menos que ayer, ya que me molesté en recordar el camino. Cuando la orilla apareció delante de mí, descansé un rato, para coger aliento y refrescarme. Hasta que no me detuve no me di cuenta de que había ido corriendo y estaba sudando. Pasé a la otra orilla y seguí más adelante, adentrándome cada vez más y recordando cada detalle para después saber volver. Soy bastante precavido con estas cosas. Cuando el sol estaba ya bastante alto, volví a descansar y comí un poco del queso que tenía dentro mi zurrón. Aquella zona inexplorada, era muchísimo más frondosa y los árboles tenían el tronco mucho más grueso que la zona en la que estaba el claro. Me gustó tanto, que me sentía como si estuviera en mi propia casa, que a partir de ese día frecuenté cada vez más al bosque. Y siempre avanzaba un poco más.
A veces me adentraba tanto en el bosque que cuando me daba cuenta casi era de noche, además de que me era muchísimo más difícil saber que hora era debido a que las copas de los árboles que se alzaban tan majestuosas delante de mí, me impedían divisar el cielo en su mayor parte. Más de una vez volví a casa como alma que lleva el diablo por este pequeño inconveniente, pero nunca me llegue a perder. Con el tiempo, empecé a bañarme en el rio, pero no en la parte que descubrí la primera vez, sino en una que estaba un poco más arriba, que si me cubría casi entero todo el cuerpo. Prefería hacerlo allí que en casa. Estaba tranquilo, nadie me molestaba, me relajaba y me olvidaba de algún que otro problema que pudiera tener con mis padres y no oía las voces de mis hermanas al otro lado de la puerta diciendo que ellas también iban a necesitar agua para bañarse. Pero solo me bañaba en verano, en invierno me era imposible meter un pie en el agua, estaba demasiado fría, y yo no quería morir allí congelado. No lo he dicho antes, pero la relación con mis padres no era, como se suele decir, muy agradable, más bien, todo lo contrario. Cada dos por tres tenía broncas con ellos por cosas insignificantes, y mis hermanos no ayudaban con sus acusaciones, ya que solo en contadas ocasiones me defendían delante de ellos.
Aprendí a hacer muchas cosas en aquel lugar que consideraba mi segunda casa. Empecé a trepar los árboles, primero los más bajos, para coger confianza conmigo mismo y descubrir el mejor modo de hacerlo y poco a poco empecé con los más altos. La sensación de superación que invadía mi ser cada vez que superaba un nuevo reto, era maravillosa. Pero no soy un mono, ni mucho menos, yo jamás me había planteado una tarea semejante, así que las primeras veces me caí en varias ocasiones. Tenía muchísimos arañazos por todo el cuerpo, sobretodo cortes en la cara, en los brazos y en las piernas. Más de una vez llegué a casa ensangrentado, lleno de moraduras y hecho polvo, pero jamás perdí la emoción por volver a intentarlo y siempre, siempre llegué a casa con una sonrisa de oreja a oreja, que, la mayoría de las veces mi madre me la quitaba en apenas unos minutos, gritándome por cómo iba. Me dolían más los gritos de mi madre en mis oídos que los cortes que llevaba por todo el cuerpo. Otra cosa que aprendí a hacer fue a hacer trampas para atrapar conejos, pero muy rudimentarias y poco resistentes. Pocas veces llegué a atrapar alguno ya que casi siempre se escapaban o se rompían las cuerdas. Habían algunos conejos más listos que otros y eran capaces de roer las cuerdas, deshacerlas y escaparse para perderse por el bosque. Los pocos que llegué a coger, se los llevé a mi madre, para que los cocinará, pues como lo hacía nos encantaba a todos. Siempre acabábamos chupándonos los dedos. Si tenía más suerte y otro conejo estúpido se quedaba en mis trampas, lo vendía y sacaba algo de dinero. Intenté pescar en el rio, pero los peces no eran lo suficientemente grandes y no tenía ningún tipo de red para atraparlos, así que deseché la.
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Pienso que con todo lo que os he contado ya, podéis haceros una idea bastante general de lo que era mi vida en aquellos años. Ahora ya puedo empezar con lo que he querido hacer desde hace algún tiempo, hablar de mi vida desde el principio, o más bien, de lo que yo considero el principio de todo.
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Un día como cualquier otro, mi madre me mando ir a por Las Frutas del Atardecer como muchas otras veces. Quise aprovechar ese día para bañarme, pues había pasado casi una semana desde la última vez que lo hice. Mi madre me dijo que no me entretuviese mucho y que a la hora de la cena me quería en casa. Asentí y me fui. Ese fue el primer día que iba solo por la tarde al bosque. La mayoría de las anteriores veces, salía temprano por la mañana y llegaba después de la puesta del sol. No noté nada diferente aquel día, lo veía todo en su sitio: los pájaros volar ligeros por el cielo, los animales trabajar con sus dueños en los campos, el lento crecimiento de las plantas… Nada, pero en realidad, aquel día si iba a ser diferente, muy diferente a todos los demás.
Ya entre los primeros árboles, empecé a buscar y acabar con el pequeño recado de mi madre cuanto antes y dedicar el resto de la tarde para mí. Recogí bastantes frutas, quizá incluso más que otras veces, y las metí en mi morral. Siempre que salía de casa e iba al bosque o a cualquier otro sitio, lo llevaba conmigo. Me dirigía al rio cuando note algo. No supe exactamente qué, pero lo noté. Quizás una hoja rozando los árboles cuando caía al suelo, o una rama crujir diferente bajo mis pies, no sabría decir que pasó por mi cabeza en aquellos instantes. Inspeccioné los alrededores pero no encontré nada, así que supuse que habría sido algún animal correteando. No sabía cuánto me equivocaba.
Ya en el rio, me quite la camiseta, el pantalón y descolgué mi zurrón. Guardé la ropa dentro del morral y la dejé debajo de una piedra. Me metí en el agua y me senté en una roca sumergida cerca de la orilla, donde el agua solo me cubría hasta el pecho. No estaba completamente desnudo, llevaba calzoncillos. Apenas estuve media hora allí sentado, evadiéndome del mundo entero y relajándome como tanto me gustaba. Algunos peces que se acercaban a mis pies y me hacían cosquillas, huían despavoridos al más leve movimiento que hiciera.
No recuerdo porque fue, pero giré la cabeza hacia dónde debería de estar mi zurrón, y lo que vi me dejo un poco sorprendido. Quizá algún pájaro me llamó la atención o alguna piedra caería al agua, no lo sé. Lo que si supe al instante en que volví en mí es que mi ropa estaba esparcida por el suelo y el zurrón había desaparecido. Me quedé con la boca abierta. ¿Cómo...? Había estado allí todo el tiempo, no podría haberse movido solo. Me puse en pie tambaleándome un poco por haber tenido las piernas un poco encogidas durante todo el rato y salí corriendo del agua. Enseguida un viento gélido azotó mi cuerpo y hubo un momento en que me resbalé y casi caí al suelo. Me vestí aun mojado y me metí entre la maleza en busca de lo que me pertenecía. Si alguien lo había cogido no iría muy lejos. Conocía esto como la palma de mi mano. Cada cruce, cada árbol, cada roca. Sabía cómo llegar a todas partes lo más rápido posible. Estos pensamientos me sirvieron como un motor que me daba la suficiente energía para recorrerlo todo. Y como iba yo a saber que lo que me encontraría se haría tan especial con los años...