Capítulo 1.

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No os voy a entretener mucho con mis quince años pasados con mi familia. Hablare de lo más importante, bueno, lo más importante para mí.

Fui y soy el más pequeño de seis hermanos. Mi madre me tuvo en una tarde de tormenta, bueno… Una tarde no lo parecía debido a que, tal era el color grisáceo del cielo, el estruendo que provocaban los truenos y la fuerte lluvia que caía en aquellos momentos, que más que una tarde, parecía el fin del mundo, según me relato mi madre cuando un día le pregunté al respecto. No sé por qué, pero me dio la impresión de que mi madre parecía ausente cuando me lo contaba. Me miraba a mí, pero la sensación era de que no me veía, como si le estuviera hablando a un pared. Fue la impresión que me dio, vosotros podéis pensar lo que queráis.

Mis padres trabajaban muy duro; mi padre y mis tres hermanos en el campo, plantando y recolectando los cereales, y mi madre y mis dos hermanas gemelas con los animales en un pequeño corral que teníamos detrás de casa. Teníamos un par de vacas, un caballo y media docena de gallinas. Parece poco para una familia numerosa, pero si os digo la verdad, creo que nunca necesitamos más de lo que teníamos. Nunca pasamos hambre, pero tampoco vivimos como reyes.

Nuestra casa, que más bien era una casita, pues su tamaño era bastante reducido, estaba a medio día del pueblo más cercano. Era un pueblo lo suficientemente grande como para poder vivir bien toda una vida si sabías como ganártela. Tenía un poco de todo, la verdad, una panadería en la que todos los días, al amanecer, ya habían panes horneados suficientes para aquellas personas que marchaban de viaje, ya fuera corto o largo, una pequeña carnicería que compraba la mayor variedad de carnes que he visto en mi vida, un mercado que recorría la calle principal del pueblo donde se podían encontrar telas de todas las clases que se pudieran imaginar, las frutas más exóticas que pudieras encontrar y muchísimos más puestos con demasiadas cosas para vender. Uno de esos puestos, era el de mis padres. Puesto que nuestros cereales, huevos o incluso a veces alguna pieza pequeña de carne que nos sobraba, eran de muy buena calidad, los pueblerinos siempre querían comprarles a ellos y, ya que hacían muy buenos tratos, la fama que obtenían siempre crecía y, más de una vez, se sorprendieron con la cantidad de dinero que les llegaban a ofrecer y que pocas veces llegaban a aceptar.

 Y ahora os preguntaréis, ¿qué pasaba con mis hermanos y yo? Pues nos teníamos que quedar en casa, exceptuando a mi hermano más mayor. Cuando yo nací, mi hermano mayor, que se llamaba Rodric, tenía doce años. Así que, en caso de emergencia, como que algunos de nosotros estuviera enfermo o cualquier otro imprevisto, Rodric siempre podría ir con mi padre al pueblo y sustituir  a mi madre, y ella hacerse cargo de la situación y cuidar de nosotros.

 Si os digo la verdad, de todo lo que hacían mis padres, ninguna de las actividades me llegó a gustar como para ganarme la vida ejerciéndola. Trabajé con mi padre y mis hermanos hasta los siete años en el campo, plantando, recogiendo cereales, alguna vez incluso tuve que abonar los campos y fue una tarea bastante desagradable para mí. Estuve más de una semana oliendo a excrementos de animales, ni siquiera enjabonándome con una pastilla de jabón que yo mismo tuve que ir comprar al mercado se me fue el olor. Trabajar en el campo no era lo mío, y nunca lo llegaría a ser. Me parecía demasiado monótono y aburrido. Con los años que pasé trabajando con mi padre y hermanos lo único que conseguí fue que mi piel adquiriese un color bronceado de tantas y tantas horas expuesto al sol y que mis manos tuvieran heridas y llagas constantemente. Todavía hoy conservo algunas de las cicatrices que quedaron después de que se me curasen los cortes en las manos.

¿Qué podría hacer entonces para no estar todo el día sin quehaceres? Empezar a trabajar con mi madre y mis queridas hermanas, que son gemelas, por cierto. Sus tareas consistían en limpiar, alimentar y cuidar los animales, que no era muy difícil de hacer. Admito que era una tarea bastante más entretenida que recoger cereales. Me familiaricé con los animales y en poco tiempo aprendí a darles todo lo que necesitaban sin que ni mi madre ni mis hermas tuvieran que decírmelo. En esos momentos sentía una satisfacción en mi interior. Pero, por desgracia, a mi queridísimo padre no le hizo mucha gracia que abandonara el campo para cuidar de unos simples animales. Se enfadó muchísimo conmigo. La idea de que un hijo suyo, yo, desperdiciara su fuerza en unos animales, no la soportaba. Pero se le paso. Se le paso después de darme un bofetón en la cara un día después de que, cenando, hubiéramos mantenido una conversación que poco a poco se convirtió en los gritos de mi padre. Durante esa noche, no pude apoyar el lado derecho de la cara en la cama debido al dolor y escozor de mi mejilla.

Con el tiempo, nos dimos cuenta, mi madre, mis hermana y yo, de que la ilusión que mostraba al principio por los animales, ya no era la misma, y estar encerrado todo el día en un establo repitiendo la misma acción una y otra vez, no acabaría siendo bueno para mí salud . Sí que es verdad que a mí me gustaban los animales, y yo les gustaba a ellos, pero, ¿qué es lo que de verdad empezó a pasarme? Lo mismo que cuando trabajé con mi padre: se me volvió un trabajo demasiado monótono y aburrido para mí.

Y ahora, ¿qué podría hacer? Ninguno de los dos trabajos que tenía asegurados me gustaban así que empecé a hacer alguna que otra tarea de casa, y después pasé a hacer recados para mis padres y muchos otros en el pueblo. La gente en el pueblo no tenía miedo de que un crío como hiciera alguno de sus recados, por un par de razones bien sencillas: la primera, que no ganaría nada como recompensa a mi trabajo y la segunda, que todos conocíamos a todos, sobre todo a mis padres, así que sería muy fácil dar conmigo. Jamás tuve ningún problema con ninguno de mis vecinos. Me ganaba la vida a mi manera y como podía, y mis padres no tenían queja alguna. También he de decir que ellos jamás mostraron ningún interés en facilitarme las cosas, en cambio, con mis hermanos si, y eso había veces que me superaba de tal manera que me cabreaba con todo el mundo, aunque no tuvieran culpa otras personas.

De vez en cuando, mis padres o cualquier vecino me mandaban a un pequeño bosque que  quedaba en un punto bastante intermedio entre lo que eran mi casa y el pueblo, pero un poco más alejado de lo que parecía. Casi siempre, me hacían ir para recoger leña, tanto para cocinar o calentarse en invierno, Las primeras veces, me acompañaba la persona que me hacía el encargo, y las siguientes me las tenía que apañar yo solo para llevar a la mula de carga hasta allí y posteriormente cargarla. Más de una vez estuve a punto de recibir alguna coz por parte de la mula o, en ocasiones contadas, algún caballo. Mi madre, concretamente, me hacía ir allí para buscar y recoger unas frutas silvestres que crecían en algunas zonas del bosque. Le encantaban. Jamás me molesté en averiguar el nombre de dicha fruta y mi madre tampoco tuvo intención de hacerlo en ningún momento. Quizás ya lo sabía y no quiso revelarme ese pequeño secreto que tenía.

Eran pequeñas, alargadas y más gruesas de una parte que de otra. Tenían una tonalidad  anaranjada, la misma cuando el sol se pone y da paso poco a poco a la oscuridad de la noche. Pero mi madre nunca ha dicho que su color fuese el naranja. Para ella, el auténtico color de esa fruta era el color del atardecer, como he dicho hace un momento. Con el tiempo yo también empecé a llamarlas así, y al final, para referirnos  a las frutas, decíamos Las Frutas del Atardecer. Y gracias a aquellas frutas, conocí a la que tiempo después, se convirtió en una gran amiga.

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