Mientras desayunaban, la septa Mordane dijo a Sansa que Eddard Stark había salido al
amanecer.
—El rey lo mandó llamar. Creo que se han ido otra vez de caza. Tengo entendido que por
estas tierras todavía quedan uros salvajes.
—Nunca he visto un uro —dijo Sansa al tiempo que daba un trocito de panceta a Dama, por
debajo de la mesa. La loba huargo lo tomó de su mano con la delicadeza de una reina.
—Una dama noble no echa de comer a los perros en la mesa —dijo la septa Mordane con un
bufido de desaprobación al tiempo que partía otro trozo de panal para que la miel goteara sobre una
rebanada de pan.
—No es una perra, es una loba huargo —señaló Sansa; Dama le lamía los dedos con su lengua
áspera—. Además, mi padre dijo que podíamos traerlas con nosotras si queríamos.
—Eres una niña muy buena, Sansa. —Aquello no había servido para aplacar a la septa—. Pero
en lo que respecta a esas criaturas pareces tan testaruda como tu hermana Arya. —Frunció el ceño—.
Por cierto, ¿dónde está Arya?
—No tenía hambre —dijo Sansa. Sabía que, con toda probabilidad, su hermana habría bajado
a hurtadillas a la cocina muchas horas antes, y engatusado a algún pinche para que le diera el
desayuno.
—Recuérdale que hoy se tiene que poner un vestido bonito. Como el de terciopelo gris. Nos
han invitado a viajar con la reina y con la princesa Myrcella en el carromato real; debemos estar
impecables.
Sansa ya estaba impecable. Se había cepillado la larga cabellera castaña rojiza hasta que
estuvo deslumbrante, y lucía su mejor vestido de seda azul. Llevaba más de una semana esperando
aquel día. Viajar con la reina era un gran honor, y además vería al príncipe Joffrey. Su prometido. Sólo
con pensar en ello sentía mariposas en el estómago, a pesar de que faltaban muchos años para que se
casaran. Sansa todavía no conocía de verdad a Joffrey, pero estaba enamorada de él. Era como siempre
había imaginado a su príncipe, alto, guapo, fuerte, con cabellos como el oro. Atesoraba las pocas
oportunidades que tenía de estar con él. Si algo le daba miedo aquel día era Arya. Su hermana tenía la
habilidad de estropearlo todo. Nunca se sabía por dónde iba a salir.
—Se lo recordaré —dijo, insegura—, pero se vestirá como siempre. —Esperaba no pasar
demasiada vergüenza—. ¿Puedo retirarme?
—Sí.
La septa Mordane se sirvió otra rebanada de pan con miel, y Sansa se levantó del banco.
Dama la siguió cuando salió de la sala común de la posada.
Una vez en el exterior, hizo una pausa entre los gritos, las maldiciones y el crujir de las ruedas
de madera mientras los hombres desmontaban tiendas y pabellones, y cargaban los carros para
emprender la marcha un día más. La posada era un gran edificio de piedra clara, tenía tres plantas,