TYRION

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En la cima de una colina desde la que se divisaba el camino real, bajo un olmo, se había

colocado una larga tabla de pino sobre caballetes, cubierta con un paño dorado. Allí, bajo su

pabellón, Lord Tywin cenó con sus principales caballeros y señores vasallos. Su estandarte

escarlata y dorado ondeaba al viento.

Tyrion llegó tarde, dolorido tras tantas horas en la silla de montar, y amargado, demasiado

consciente de lo cómico que debía de resultar su aspecto al subir por la ladera hacia su padre. La

marcha de aquel día había sido larga y agotadora. La perspectiva de emborracharse aquella noche

le parecía de lo más tentadora. Las luciérnagas parecían dar vida al aire del ocaso.

Los cocineros estaban sirviendo la carne: cinco cochinillos de piel tostada y crujiente,

cada uno con una fruta diferente en la boca. El olor le hizo la boca agua.

—Disculpad el retraso —dijo.

—Debería encargarte la misión de enterrar a nuestros muertos, Tyrion —bufó Lord

Tywin—. Si llegas tan tarde a la batalla como a la mesa, cuando te dignes a aparecer la lucha

habrá terminado.

—Vamos, padre, al menos me reservarás un par de labriegos, ¿no? —replicó Tyrion—.

Tampoco muchos, no quiero ser codicioso. —Se llenó la copa de vino y observó cómo uno de los

criados trinchaba el lechón. La piel crujiente se quebraba bajo el cuchillo y corrían los jugos

calientes de la carne. Era el espectáculo más hermoso que Tyrion había visto en mucho tiempo.

—La avanzadilla de Ser Addam dice que la hueste de los Stark se mueve hacia el sur de

los Gemelos —le informó su padre al tiempo que le llenaban el plato de tajadas de lechón—. Los

hombres de Lord Frey se han unido a él. No creo que esté a más de un día de viaje hacia el norte.

—Por favor, padre —dijo Tyrion—. Que estoy a punto de comer.

—¿Y la perspectiva de enfrentarte al joven Stark te acobarda, Tyrion? A tu hermano

Jaime le encantaría tenerlo delante.

—Yo lo que deseo es tener delante ese lechón. Robb Stark no es tan tierno, y jamás ha

olido tan bien.

—Espero que vuestros salvajes no compartan esa desgana —dijo Lord Lefford, el ave de

mal agüero que se encargaba de las provisiones,

inclinándose hacia adelante—, o habremos desperdiciado mucho acero en ellos.

—Mis salvajes utilizarán muy bien ese acero, mi señor —replicó Tyrion. Cuando le dijo a

Lefford que necesitaba armas y armaduras para los trescientos hombres que había llevado Ulf de

las montañas, fue como si le pidiera que les entregara a sus hijas vírgenes para que se divirtieran.

—Esta mañana he visto al grande —dijo Lefford con el ceño fruncido—, el peludo, el que

se empeñó en que necesitaba dos hachas de combate, de esas grandes de acero negro con dos

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