El enorme gato negro, al que le faltaba una oreja, arqueó el lomo y bufó.
Arya recorrió el callejón descalza, pisando con apenas la punta del pie, atenta a los latidos
de su corazón, respirando con bocanadas breves y profundas. «Silenciosa como una sombra —se
dijo—, ligera como una pluma.» El gato la observaba acercarse con ojos cautelosos.
Cazar gatos era difícil. Tenía las manos llenas de arañazos a medio curar, y las dos rodillas
cubiertas de costras en los puntos donde se las había dejado en carne viva en diferentes caídas. Al
principio hasta el gato gordo del cocinero había conseguido eludirla, pero Syrio la obligó a
insistir, día y noche. Cuando Arya corrió a él con las manos ensangrentadas, su respuesta fue:
—¿Tan lenta eres? Tendrás que moverte más deprisa, chica. Tus enemigos no se limitarán
a arañarte. —Le había untado las manos con fuego myriano, que escocía tanto que tuvo que
morderse el labio para no gritar. Y a continuación el hombre la envió a cazar más gatos.
La Fortaleza Roja estaba llena de gatos: gatos viejos y perezosos que sesteaban al sol,
cazarratones de ojos fríos y colas erizadas, cachorrillos rápidos con garras afiladas como agujas,
gatas repeinadas y confiadas, sombras escuálidas que rondaban los vertederos de basura... Arya
los había cazado a todos, uno por uno, para presentárselos con orgullo a Syrio Forel. Sólo le
faltaba aquél, el demoníaco gato negro de una sola oreja.
—Es el verdadero rey del castillo —le había dicho uno de los hombres de capa dorada—.
Viejo como el pecado y el doble de malo. Una vez, el rey había organizado un festín en honor del
padre de la reina, y ese cabrón negro saltó a la mesa y le quitó de las mismísimas manos a Lord
Tywin su codorniz asada. Robert se rió tanto que estuvo a punto de darle un ataque. Ni se te
ocurra acercarte a ése, niña.
La había hecho correr por medio castillo, dos veces en torno a la Torre de la Mano, a
través del patio interior, por los establos, escaleras de caracol abajo, más allá de la pequeña
cocina, las pocilgas y los barracones de los capas doradas, junto al pie del muro que daba al río, y
escaleras arriba hasta el Paseo del Traidor; luego otra vez abajo, cruzando una puerta y en torno a
un pozo, saliendo y entrando en edificios desconocidos, hasta que Arya estuvo desorientada por
completo.
Y por fin, ya lo tenía. Había muros altos a ambos lados, y delante una pared de piedra sin
ventanas. «Silenciosa como una sombra —se repitió mientras se deslizaba hacia adelante—, ligera
como una pluma.»
Cuando estaba a tres pasos de él, el gato trató de escapar. Primero a la izquierda, luego a
la derecha, y de derecha a izquierda corrió también Arya para cortarle el camino. Bufó de nuevo y
trató de pasar entre sus piernas. «Rápida como una serpiente», pensó ella. Agarró al gato con
ambas manos. Lo estrechó contra su pecho, riendo y bailoteando mientras las zarpas del animal le