—¿Te encuentras bien, Nieve? —preguntó Lord Mormont con el ceño fruncido.
—Bien —graznó el cuervo—. Bien.
—Sí, mi señor —mintió Jon en voz muy alta, como si así lo hiciera más cierto—. ¿Y vos?
—Ha intentado asesinarme un hombre muerto —replicó Mormont con mala cara—. ¿Cómo
voy a estar bien? —Se rascó la barbilla. El fuego le había chamuscado la barba gris, y se la había
afeitado. La sombra del nuevo bigote lo hacía parecer viejo, indigno, gruñón—. No tienes buen
aspecto. ¿Qué tal va esa mano?
—Se me está curando. —Jon flexionó los dedos vendados para demostrárselo. Al coger las
cortinas en llamas se había hecho quemaduras más graves de lo que creía, y tenía la mano derecha
envuelta en sedas hasta el codo. En un primer momento no notó nada, el dolor comenzó más tarde. La
piel roja empezó a supurar, y le aparecieron entre los dedos ampollas del tamaño de cucarachas—. El
maestre dice que me quedarán cicatrices, pero que podré usar la mano como antes.
—Una mano con cicatrices no importa. En el Muro vas a llevar guantes casi siempre.
—Así es, mi señor. —No eran las cicatrices lo que le preocupaba, sino todo lo demás. El
maestre Aemon le había dado la leche de la amapola, pero aun así el dolor había llegado a ser
espantoso. Al principio le parecía que todavía le ardía la mano, día y noche. Apenas conseguía cierto
alivio si la metía en un barreño de nieve y hielo picado. Gracias a los dioses, sólo Fantasma lo había
visto tendido en la cama, sollozando de dolor. Y cuando conseguía dormirse, soñaba, lo que era
todavía peor. En el sueño el cadáver con el que había peleado tenía los ojos azules, las manos negras y
el rostro de su padre. Eso no se atrevió a contárselo a Mormont.
—Dywen y Hake volvieron anoche —dijo el Viejo Oso—. No encontraron ni rastro de tu tío.
Igual que los demás.
—Lo sé. —Jon había conseguido llegar a la sala común para comer con sus amigos, y la
búsqueda fallida de los exploradores era el tema de conversación.
—Lo sabes —gruñó Mormont—. ¿Cómo es que aquí todo el mundo lo sabe todo? —No
parecía esperar una respuesta—. Por lo visto sólo había dos de esas... de esas criaturas, fueran lo que
fueran, no pienso decir
que eran hombres. Gracias a los dioses. Unas pocas más y... bueno, más vale no pensar en
ello. Pero seguro que hay más. Me lo dicen mis viejos huesos, y el maestre Aemon está de acuerdo.
Los vientos soplan cada vez más fríos. El verano toca a su fin, y se acerca un invierno como el mundo
jamás ha visto.
«Se acerca el Invierno.» El lema de los Stark jamás le había parecido a Jon tan sombrío y
ominoso.
—Mi señor —preguntó, titubeante—, se comenta que anoche llegó un pájaro...
—Sí. ¿Y qué?