EDDARD

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Estaba recorriendo las criptas, bajo Invernalia, como había hecho miles de veces. Los Reyes

del Invierno lo observaban al pasar con ojos de hielo, y los lobos huargos tendidos a sus pies giraban

las grandes cabezas de piedra y gruñían. Por último llegó a la tumba en la que dormía su padre, al lado

de Brandon y Lyanna. «Prométemelo, Ned», susurró la estatua de Lyanna. Llevaba una guirnalda de

rosas color azul celeste, y sus ojos lloraban sangre.

Eddard Stark se incorporó bruscamente, tenía las mantas enredadas y el corazón le latía a toda

velocidad. La habitación estaba completamente a oscuras y alguien golpeaba la puerta.

—Lord Eddard —llamó una voz.

—Un momento. —Desnudo, aturdido, cruzó la estancia oscura y abrió la puerta. Allí estaba

Tomard, con el puño alzado para llamar de nuevo, y Cayn, con un cirio en la mano. Entre ellos se

encontraba el mayordomo personal del rey.

—Mi señor Mano, Su Alteza el rey quiere veros —entonó el hombre. Tenía el rostro tan

inexpresivo que parecía tallado en piedra—. Ahora mismo.

De manera que Robert había regresado de la cacería. Ya era hora.

—Dadme un momento para que me vista. —Ned dejó esperando fuera de la habitación al

mayordomo. Cayn lo ayudó a vestirse con una túnica de lino blanco, capa gris, unos pantalones

cortados para adaptarlos a su pierna entablillada, el símbolo de su cargo y, por último, un pesado

cinturón de eslabones de plata. Se colgó de la cintura la daga valyriana.

Cayn y Tomard lo escoltaron por el patio. La Fortaleza Roja estaba oscura y silenciosa; la

luna, casi llena, brillaba baja sobre los muros. En las murallas, un guardia de capa dorada hacía la

ronda.

Los aposentos reales estaban en el Torreón de Maegor, una edificación cuadrada, sólida, en el

corazón de la Fortaleza Roja, tras muros de tres metros de grosor y un foso seco lleno de picas de

hierro. Era un castillo dentro del castillo. Ser Boros Blount, con una armadura blanca de acero que

brillaba fantasmal a la luz de la luna, montaba guardia al otro lado del puente. Ya dentro, Ned pasó

junto a otros dos hombres de la Guardia Real: Ser Presten Greenfield, que se encontraba al pie de las

escaleras, y Ser Barristan Selmy, que aguardaba ante la puerta de la

cámara del rey. «Tres hombres con capas blancas», recordó, y sintió un escalofrío. El rostro de

Ser Barristan estaba tan pálido como su armadura. A Ned le bastó verlo para darse cuenta de que algo

iba mal, muy mal. El mayordomo real le abrió la puerta.

—Lord Eddard Stark, la Mano del Rey —anunció.

—Traedlo aquí —respondió Robert, con la voz más pastosa de lo normal.

En los dos braseros gemelos, uno a cada lado de la habitación, ardían sendos fuegos que daban

a la estancia una luz rojiza y sombría. El calor era sofocante. Robert yacía atravesado en el lecho

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