Las ruinas del palacio

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El enojo me nubla la razón, impotencia, ese burbujeo en la garganta que termina atragantándome porque son demasiadas las palabras que se me amontonan en la boca y que me obligan a bajar la cabeza, a girarla a un lado, a perderme en la luz de la luna.

Me callo los pensamientos que mi mente vocifera ansiosa de ser escuchada. Me callo las razones y las palabras hirientes. Me callo las lágrimas y me limpió aquella que se escapó sin querer. También me callo los recuerdos de una infancia que fue feliz a medias.

Esos recuerdos de la vida de cuentos de hadas que tenía. Donde vivíamos en un castillo de paredes blancas y grandes ventanas. Tenía a mi disposición más juguetes de los que podía contar en aquel entonces y una nube mullida en lugar de cama.

La reina de ese palacio era la persona más gentil del mundo, la más amable, la más cariñosa. Me arropaba por las noches y me besaba el rostro. Ella era mi mundo, a quien adoraba, con quien podía contar para lo que fuera. Había también un rey, sí, lo había. Un rey cariñoso, gracioso, que me contaba cuentos para dormir y me daba regalos de vez en cuando. Un rey a veces ausente que descuidaba su palacio y a su familia. Pero aún así lo amábamos.

Éramos felices, nada nos hacía falta. Reíamos a diario y salíamos de paseo. La reina cocinaba comida rica siempre, mantenía el palacio en orden, me llevaba a la escuela y aún le queda tiempo para ponerse guapa para el rey. Aunque cabía la posibilidad de que el rey no regresara.

En esas ocasiones que el rey se desaparecía, lo único que teníamos era la amenaza que no necesitaba de palabras pero que flotaba en el viento sin remedio y sabíamos lo que se avecinaba, como una tormenta a punto de estallar. Él no estaría de vuelta, él nos mandaría una bestia para que ocupara su lugar. Y yo me tapaba los oídos y me escondía en cualquier rincón al escuchar sus ruidosas pisadas y sus respiraciones profundas que salían expulsadas de sus fauces rabiosas. ¿Le temía? No lo sé, tal vez solo prefería no verlo.

Y la reina, siempre valiente y amorosa, siempre optimista y comprensiva, le mostraba una sonrisa cálida y le ofrecía la cena. Le invitaba a que se quedara... lo trataba como el rey que no era y a cambio no recibía ni las gracias. "Las bestias no saben hablar", siempre defendiéndolo, tratando de verle el lado positivo a todo.

Pero yo sé que lloraba por las noches esperando a que su amado regresara y corriera a la bestia que dormía al pie de su cama. Y sé que lloraba cuando la bestia rugía tan fuerte que hacía temblar los cristales y la hacía sentir mal, como si no fuese suficiente. Y yo lloraba por verle llorar, en la oscuridad, en silencio y mordiéndome los labios (porque algunas costumbres se adquieren desde la niñez).

Cuando la calma volvía era como si dejáramos de aguantar la respiración. Recibíamos al rey de su largo viaje con alegría, aunque eso fue cambiando mientras más frecuentes se volvían sus partidas. Si él nos quería, ¿por qué permitía que ese monstruo tomara su lugar y nos hiciera daño? ¿Por qué no nos defendía? ¿A caso, en realidad, no nos amaba? Entonces después lo fuimos recibiendo con más desconfianza y menos cariño y de el rey bueno no quedaba más que la sombra y los recuerdos.

La reina fue valiente el día que se dio cuenta que su rey no volvería nunca y decidió enfrentarse a la bestia con espada y armadura. La corrió del palacio porque supongo estaba cansada de vivir con miedo y de llorar todo el tiempo. Y yo me di cuenta, demasiado tarde, que el rey era la bestia.

Se fue disconforme y amenazando con volver. Fue el tiempo que respiramos aliviadas el mismo que tardó él en confeccionarse ese disfraz de cordero que utilizó después para cubrir el lobo feroz y dispuesto a atacar que era en realidad.

La reina se bebió sus mentiras nuevamente, como si de un elixir de la eterna felicidad se tratara. Al final no la culpo, todos en esta vida aspiramos a ser felices.

La bestia con piel de cordero estuvo cerca de nosotras por un tiempo, no recuerdo haber sido feliz, pero tampoco infeliz. Creo que simplemente me aferraba a los recuerdos de una vida que ya era pasado y que por más que nos esforzáramos, nunca volvería a repetirse; a veces se le olvidaba ponerse el disfraz y era, muy a mi pesar, la forma de recordarnos su verdadero ser.

Después se volvió a ir (no sé si por decisión propia o como derrota de otra lucha perdida) y en su lugar no dejó una bestia esta vez, sino a un pequeño príncipe de ojos café y cabello rizado que no tardamos en amar. Por el cual estoy dispuesta a entregar la vida si es necesario para que no se encuentre diez años después tratando de perdonar a quien le causó dolor, al igual que yo en este momento.

Que él no tenga nada qué perdonar y que no sufra por los errores de otros. Que se levante cada día con una sonrisa en la boca y nunca dude por las noches si su familia lo ama, porque lo amamos.

Sin embargo, hoy yo viajo en un carruaje dirigido por la bestia que al parecer sólo sabe rugir y de alguna forma podría estar arrepentido por el pasado (pero las bestias no tienen sentimientos y eso ya debería de saberlo). Solo Dios sabe lo mucho que me he aguantado para no atravesar su corazón con el único cristal que sobrevivió al derrumbe del castillo al que solíamos llamar hogar.

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