Capítulo 3.

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¿Acaso tengo perdón?

Olieron el mar antes de poder verlo. El olor a sal les cosquilleaba en la nariz y las gaviotas sobrevolaban sus cabezas entre chillidos hambrientos. Era mediodía y el sol brillaba con fuerza en un cielo libre de nubes.

—Tanto olor a pescado me está abriendo el apetito... —murmuró Natsu, animado por el ajetreo del puerto, las conversaciones entremezcladas y el romper de las olas contra la cubierta de los barcos.

—Comamos entonces —declaró Dimaria con una sonrisa, contagiada por el buen ambiente—. Pero primero encontremos nuestro barco.

Natsu asintió, no muy convencido. Con solo pensar en que debía subirse a una cosa de esas las náuseas le encojían el estómago. Sin embargo, no tuvo más remedio que seguir a su acompañante entre la marea de gente, ambos ocultos bajo la seguridad de sus capuchas; de reconocerlos alguien se armaría un gran revuelo.

Habían tardado una semana más en llegar al puerto. Su objetivo, por lo que le había contado Dimaría, era coger un barco hasta la isla Caracol y, una vez allí, encontrar un barco que estuviese dispuesto a llegar hasta Alvarez, si es que no encontraban uno del propio imperio.

—Los inconvenientes de la guerra son demasiados —suspiró Dimaria en cuanto salieron de las oficinas del puerto. Un barco partía esa misma tarde con dirección a Caracol; todavía tenían un par de horas a su disposición—. En otras circunstancias habríamos podido tomar un barco directo, sin necesidad de dar tantos rodeos.

—¿Debo recordarte de quién es la culpa de que la diplomacia se haya roto? —contestó Natsu con voz impasble, metiendo las manos en los bolsillos de los pantalones y caminando a su altura.

No le dirigió una sola mirada, pero sintió cómo se tensaba a su lado.

—Yo... —dudó. ¿Qué podría decir que no sonara hipócrita? No tenían excusa alguna, eso lo sabía bien—. Lo siento —dijo al fin, agachando la mirada y anclándola en sus pies.

Natsu, a su lado, suspiró. Sonaba cansado y resignado.

—Ya da igual, el daño ya está echo —murmuró, aunque no consiguió que Dimaria se sintiera mejor—. Y tarde o temprano se acabaría sabiendo la verdad... Comamos aquí, me muero de hambre.

El cambio radical de tema dejó a su acompañante con la mente en blanco y sin saber qué decir. Nada estaba bien, y mucho menos él. Aunque ahora conversaba mucho más que antes, seguía apagado, meditabundo y deprimido. Sus ojos no habían vuelto a ser verdes desde aquel abrazo junto al fuego, sino que regresaron a su habitual tono rojo y opaco. Era, sin duda alguna, una mirada triste y en sufrimiento.

Sin embargo, al igual que había aprendido a leer un poco de su tan complejo lenguaje corporal, sabía de sobra que, si él no estaba dispuesto a hablar por sí solo, jamás lo haría. Deprimido o no, era demasiado cabezota.

Entraron en el local en silencio y, en cuanto la puerta se cerró tras ellos, el revuelo del exterior quedó sustituido por las conversaciones algo más apagadas del interior y el tintineo de los cubiertos y la vajilla. Se sentaron en una mesa cualquiera y, sin quitarse en ningún momento las capuchas, pidieron lo más barato que pudieron encontrar en la carta. Quince minutos después ambos le hincaban el diente a unos filetes de pollo con patatas, los cuales, tras tantas noches de carne asada sin más, les supieron a gloria.

—Nunca me has dicho la razón del ataque —dijo Natsu de pronto. Había terminado de comer y habló en voz baja y sin dar demasiados detalles. A su alrededor habían demasiados posibles oídos indiscretos.

Dimaria no contestó enseguida, pero sí que levantó la mirada de su plato y vio que él la contemplaba con gesto serio e indescifrable. Se obligó a tragar el último trozo que le quedaba antes de soltar un suspiro.

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