Capítulo 2

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  • Dedicado a MaGabriela Mero
                                    

Al cuarto día de mi encierro llegó mamá, mi hermana y una pareja de amigos, con la llave de emergencia.

Sus caras de asombro fueron de película ante el desastre que era la sala, el comedor, la cocina con envoltorios de comida chatarra abiertos, y consumidos hasta la mitad.

― ¡Por Dios, Mía! —Estefanía me encontró en el balcón de mi habitación, parada en el borde. Me jaló fuerte hasta el suelo—. ¿Qué diablos ibas a hacer?

― No quiero vivir, no quiero vivir más... —lloré en sus brazos.

― ¡Mamá! —vociferó y pronto se acercaron los demás. Adrian me tomó en sus brazos, llevándome hasta el sofá café de la sala principal—. Te dije, mamá, ¡te dije que no había que dejarla sola!

― Mi amor, mi amor... —mamá me abrazó y lloré más— ¿Qué te ha pasado? No puedes vivir así.

― Tienes que salir de aquí, Mía, no te hace bien este lugar —sugirió mi amiga Catalina.

― ¿Por qué? —sollozaba— ¿Por qué murió?

― Iré por sus cosas —dijo Estefanía—, nos vamos ahora.

― Llamaré a Lorena para que se encargue de limpiar —dijo mi amigo. Ella se ocupaba tanto del apartamento que compartía con Cata como del mío.

Pronto, vestía ropa limpia en casa de mamá y disfrutaba de una taza de manzanilla. Adrian y Cata me visitarían después, según mi hermana no era un buen momento.

― Sé que es duro, mi amor, pero no te puedes descuidar, a Evan no le gustaría verte así.

― Evan no puede verme, no está, ya no existe y no volverá. Me dejó...

― No digas eso, hija, no hables de ese modo.

― Llamé a la gente de tu empresa —intervino mi hermana—, saben que no estás bien y te darán libre el resto de la semana.

― Ok... —respondí en un hilo de voz, ajena totalmente a lo que significaba faltar una semana entera a la oficina.

― Hija, esta noche iré a misa, acompáñame.

― Mamá —Estefanía la regañó.

― No tengo ganas, gracias.

― A ver, esto es lo que haremos, te quedarás aquí unos días hasta que te sientas mejor, Mía —planteó mi hermana—, luego regresarás a trabajar y buscaremos un nuevo apartamento para ti.

― ¿Mudarme?

― Hija, el lugar es lindo, pero está lleno de recuerdos que solo te deprimirán más.

― No quiero irme de allí.

― Bien, bien, lo discutiremos después, por ahora seguiremos el plan, ¿estás de acuerdo? —terció Estefanía.

― Está bien...

― Ok —nos besó a ambas en la frente—, tengo que irme a la oficina. Regresaré en la noche.

Estefanía tenía veinticinco años, dos más que yo. Siempre fue decidida, ordenada, exigente, sobre todo cuando papá nos abandonó siendo pequeñas, se convirtió en mi referente de fortaleza y agradecí que se encargara de poner algo de orden a mi destrozada vida en aquellas circunstancias.

Era bella, no, bellísima con sus cabellos negros y ondulados que le llegaban al final de la espalda en «v»; ojos café como los míos, labios delgados y una quijada redonda. Piel trigueña y una cintura pequeña. Conseguir novio no era problema para ella, y ya lo tenía.

Cuando no estásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora