Capítulo 7: La traición

595 62 7
                                    

7 de noviembre de 2018. 13:27


 -¡Traidores! -grito mientras intento deshacerme de las cadenas que acaban de ponerme en las manos, haciéndome sangrar de nuevo la herida de mi brazo.

El jefe de la banda de esclavistas le da una bolsa, que tiene pinta de pesar bastante, a mi tía. Ella y mis primos acaban de venderme como esclava, me han traicionado. Una puñalada por la espalda de libro. Desde pequeña escuché a mis padres hablar de ellos como personas sin escrúpulos de los que no podías fiarte, y se han aprovechado de mi debilidad emocional para traicionarme a la primera de cambio. Puedo escuchar las voces de mis padres diciéndome: "Te lo dije..."

 -100 monedas, lo acordado -dice el jefe.

Desde que empezó la guerra, el dinero solo se usa en monedas, pues los papeles se queman con facilidad. Caprichos del rey Aquiles.

 -¡Somos familia! -les suplico al borde de las lágrimas.

 -Cuando hay una guerra, la familia desaparece -responde mi tía con frialdad-. Cada uno sobrevive como puede, grábatelo en la cabeza.

Un par de esclavistas me empujan dentro de una furgoneta donde hay tres personas más, y en cuestión de minutos, arranca. ¿Me pueden pasar más cosas? Primero matan a mis padres, después desaparece la chica de la que estaba enamorada, y para rematar, mi familia me vende a unos esclavistas.

De tener el brazo hacia atrás, el codo me está dando muchas punzadas de dolor. Desesperada, comienzo a llorar sin importar que las otras personas que tengo a mi lado me vean. No puedo más, estoy al límite. ¿Qué será ahora de mí? ¿Dónde me llevarán? ¿Moriré? Lo prefiero en estos momentos. Prefiero estar muerta a pasar por todo lo que estoy pasando.

No sé cuánto tiempo paso dentro de la furgoneta, pero son horas. En dos ocasiones se han parado y han sacado de él a dos personas. Nos hemos quedado un chico de unos 17 años y yo. La tercera vez que la furgo se detiene, es a mí a quien sacan, tirando de mi brazo herido, que no ha dejado de sangrar. La noche ha caído y el lugar donde me encuentro no lo distingo. No es mi ciudad, así que solo espero que no me hayan traído a la capital.

Frente a mí se alza una casa señorial, de fachada blanca impoluta y dos columnas de mármol en la entrada. De la puerta principal salen un hombre alto y de porte elegante y una mujer robusta, ligeramente jorobada, con muchos años encima y que viste un uniforme completamente negro. Ambos bajan varios escalones de la entrada; él con jovialidad, ella con pesadez.

El hombre, con notables entradas, no debe de tener más de 50 años, y se acerca con gesto serio hasta el jefe de esclavistas, mientras que uno me sostiene desde atrás para evitar que me escape. La mujer se mantiene unos pasos por detrás, con las manos entrelazadas por delante y con la mirada baja.

 -Señor Fernández de Castilla -saluda con cierto retintín el jefe de la banda.

 -¿Qué traes, Fausto? -inquiere él mirando al tipo con desdén.

 -Conseguimos a esta esclava esta mañana, creo que podría servirle como criada.

El hombre lanza una mirada de reojo a la señora mayor y después a mí. Me escruta de arriba abajo, se acerca un poco más y da una vuelta a mi alrededor. Entonces, se fija en la herida sangrante de mi brazo.

 -Viene herida -comenta con fastidio.

 -Se curará en unos días -le asegura el esclavista sin darle mayor importancia.

El señor de la casa culmina la vuelta y me levanta la barbilla para mirarme a los ojos.

 -¿Cómo te llamas?

 -Ada Solís.

 -Señor -dice apretándome la barbilla entre sus dedos.

 -Ada, señor -respondo con frustración.

No me cuesta mucho entender lo que está pasando. Soy una mera mercancía que va a ser comprada por este tipo para tener la única responsabilidad de limpiarle la casa. Y la señora de atrás será mi maestra en el gran arte de las fregonas. Estos pensamientos me hacen odiar mi existencia en este momento, no quiero acabar mis días así. Con el descaro que me ha acompañado toda la vida, le lanzo una mirada desafiante al que será mi "dueño" una vez pague al esclavista.

 -¿Qué miras?

 -Nada -contesto mordiéndome la lengua, no me conviene tener problemas.

El señor Fernández de Castilla vuelve a apretar mi mentón, esperando a que me rinda ante él.

 -Señor -digo apretando la mandíbula.

La señora mayor levanta la vista para mirarme y niega un par de veces con la cabeza en desaprobación con mi actitud. Seré la sustituta de esta mujer, supongo. Quizás quieran comprarme para después echarla a ella. La envidio, se marchará y podrá ser libre, pero yo comienzo mi castigo injusto.

 -¿Qué edad tienes? -pregunta el señor separándose de mí.

 -21 años, señor.

 -¿Sabes cocinar?

 -Algo, señor.

 -Algo -repite él con sorna-. Lo siento, Agnes, pero tendrás mucho trabajo con esta cría.

 -No me supone un problema, Don Carlos -responde la vieja criada.

 -¿Y limpiar sabes? Ah, déjame adivinarlo: algo.

 -Sé limpiar, señor. No nací ayer -replico haciendo increíbles esfuerzos por no mostrar mucha chulería.

Este hombre empieza a ponerme de muy mal humor, no voy dejar que me humille tan fácilmente. El señor Carlos dibuja una media sonrisa que me da escalofríos.

 -Tiene carácter -dice relamiéndose los labios.

No me lo va a poner nada fácil, pero yo tampoco. No me pienso achantar ni arrodillarme ante él, si cree que seré una de esas criadas que bajan las orejas ante los señoritos de turno, está equivocado.

 -¿Cuánto vale? -le pregunta a mi vendedor.

 -150 monedas.

 -¿Tanto? -replica el señor.

 -Es joven, le puede durar muchos años.

 -Pero me llevará tiempo domesticarla. Dejémoslo en 115.

 -Señor, me ha costado 100 monedas -reprocha el esclavista.

 -Ese ya no es mi problema. 115 o te puedes ir por donde has venido.

El esclavista bufa enfadado y no tarda mucho en aceptar el trato. Ya está, ya soy propiedad de este tipo que piensa domesticarme como si fuera un animal. El hombre que me sujeta por detrás, suelta las cadenas que ataban mis manos y se marchan.

 -Agnes, encárgate de ella -dice el señor Fernández metiéndose de nuevo en la casa.

La señora Agnes, enfundada en su luto y con el canoso pelo recogido en un apretado moño, me mira la herida del brazo.

 -No parece mucho -comenta en voz baja-. Antes de entrar en la casa te advertiré algo: esto no es un juego. Podrías haber caído en una familia más amable, pero no es el caso. Ellos te pisarán como una cucaracha. Tú querrás morder como una perra, pero te conformarás con morderte la lengua y te aguantarás siendo una simple cucaracha. A partir de ahora, soy tu gobernanta. Te enseñaré las tareas de la casa y a hablar a los señores como es debido. ¿Entendido?

Asiento en silencio. Tengo la cabeza aturullada, sigo sin creer que esta casa vaya a ser mi nuevo hogar. Aunque como Agnes me lo ha pintado, más va a parecer un infierno.

 -Bienvenida a la casa de la familia Fernández de Castilla y Arguiz.

Ada LangefeldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora