CAPÍTULO TRES: CLAROSCURO

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─Mi padre murió, Emilia.

Hacía varios segundos que su prima había dicho esas palabras, pero Emilia seguía escuchándolas dentro de su mente. Patricio Almonacid, su tío, el único hijo varón de Ulises Almonacid, había muerto al fin. Abrió la boca para decir algo, lo que fuera, pero no fue capaz. Para su fortuna, fue Mercedes quien habló primero.

─Las dejo solas para que puedan conversar. ─La mujer, con la mirada clavada en el piso, se alejó unos pasos hacia la cocina antes de detenerse y girarse de nuevo hacia Luisa─. Siento mucho su pérdida.

—Gracias, Mercedes.

Esta le respondió con un gesto de cabeza y se fue, levantando los ojos hacia Emilia justo antes de desaparecer por el pasillo que se internaba en la casa. Espero que esa mirada haya logrado calmarla un poco y que la hiciera sentir menos sola, más acompañada. Al volverse de nuevo hacia su prima, esta respondió una de las tantas preguntas que Emilia no había alcanzado a pronunciar, como si le leyera la mente.

—Fue anoche, durante la madrugada. Se fue mientras dormía.

Cuando yo estaba con Felicia Figueroa y Alonso Catalán, debe haber pensado Emilia. Luego, como un curso natural de sus pensamientos dada la situación, habrá recordado que la última vez que vio a Patricio Almonacid había sido seis años antes, para el entierro de su madre. La familia, que era reducida, se había reunido en el mausoleo que los Almonacid tenían en el Cementerio General y el único ausente había sido el hermano mayor de la difunta. Al menos eso creyó la mayoría. Cuando casi todos se fueron, quedando solo Felipe Berríos y su hija de pie frente a la tumba, ambos vieron una silueta acercarse con paso trémulo. Emilia dijo que se impresionó tanto con la apariencia de su tío que no pudo evitar mirarlo con la boca abierta: tenía cuarenta y dos años, pero era como si un anciano hubiera tomado su lugar, convirtiéndolo en un hombre de pelo blanco, rostro arrugado y postura torcida. No he podido dar con ninguna foto suya, ni antes ni después de la enfermedad. Si Luisa posee alguna lo desconozco y no me atrevo a indagar más allá.

Tras una pausa en su relato, que yo usé para tomar algunos apuntes, Emilia me confesó que aquella fue la primera vez en que se preguntó si los Almonacid no estarían todos malditos. Ante mi mirada de sorpresa, se encogió de hombros.

─Le dije que lo sentía... Me costó decírselo, porque era ella. Pero de verdad lo sentía ─murmuró con voz cascada, regresando a la mañana de su encuentro con Luisa.

Pero tras sus palabras, su prima sonrió de tal manera que la lástima se enfrió en el pecho de Emilia. En la superficie, la sonrisa de Lusa no tiene nada extraño (puedo dar fe de ello); me imagino que la que dibujó en ese momento podía pasar fácilmente por la expresión cortés y amable de un deudo recibiendo un pésame. Bajo esa superficie, sin embargo, late algo imposible de definir, pero sin duda desagradable. Y Emilia, que la conocía muy bien, sabía desde que sus recuerdos fueron capaces de adherirse a su memoria que la sonrisa de Luisa siempre escondía cosas.

—Gracias, Emilia. Sé que puedo contar contigo. Somos familia, ¿o no?

—Sí, lo somos.

Ambas mujeres se observaron en silencio, distanciadas por el recibidor y la escalera. Desde donde se encontraba, Luisa no podía tocar a su prima más que con la mirada y aún así Emilia sentía el peso de sus manos en los hombros. Nunca lo dijo, pero creo que ese peso la aplastaba desde que era niña cada vez que Luisa se encontraba cerca, dejándola paralizada y muda. No sé si sus padres lo habrán sabido o al menos intuido, pero sospecho que sí. Eso explicaría por qué desde que Emilia tenía doce años las familias fueron distanciándose hasta llegar al punto en que apenas se veían una vez al año.

Figueroa & Asociado (Trilogía de la APA I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora