El hijo... perfecto
“Mi hijo, perfecto, el consentido de la casa” solía decir mi madre entre risas a sus otras amigas mientras me abrazaba con aparente cariño. Afuera, con personas, era una historia diferente a la que se contaba en el interior de mi casa. ¿Por qué no me quiere? ¿Por qué me trata así, a mí? No lograba entender, cuál era la razón, de que cuando estuviéramos en frente de amistades me tratara como “el hijo perfecto”, y que adentro, en casa, me tratara con tal desprecio que daban ganas de ponerte un arma en medio de la frente, apretar el gatillo, y que todo terminara. Exigiendo cosas de mí, que simplemente, no podía dárselas, no podía darle el placer de que su “hijo perfecto” pudiera hacer todas las cosas que ella deseara. Nunca recibí un “bien hecho” de mi madre, ni un “tranquilo, campeón” de mi padre. No tuve a mis padres en los momentos más difíciles de mi vida, nunca tuve ese “sostén” que dan todos los padres a sus hijos… nunca tuve a alguien que viniera corriendo hacia mí, con desesperación pintada en la cara, y me preguntara que me paso, cuando me había caído de la bicicleta porque recién empezaba a andar en ella; es más… nunca tuve bicicleta.
Nunca llegaba a cumplir todas las expectativas que mi madre tenía en mí, no, nunca cumplí ni una sola expectativa.
Ella lloraba por las noches, sus leves suspiros se escuchaban en medio de las oscuras noches, a veces se podía escuchar lo que murmuraba, un incesante “¿por qué a mí? ¿Por qué no me toco un hijo superdotado?” y demás lamentos que no se llegaban a entender, como si los estuviera hablando en otro idioma.
De día, me criticaba, diciéndome que cosas tenía que hacer y cuales dejarlas de hacerlas. Se enojaba porque no tenía amistadas importantes, no, porque no tenía amistades, ya que me pasaba la mayor parte de mis días encerrado en mi habitación, leyendo, escribiendo, o usando la laptop.
Solía querer morir, me torturaba todas las noches, pensando en porque no soy el hijo que ella tanto anhela, porque no era el hijo perfecto. Solía… ahora ya eh dormido para siempre, y la verdad, no me arrepiento de lo que hice.
“Aunque sea, pude salvar a dos niños que tuvieran un padre desquiciado que no supiera apreciarlos”, fueron mis últimas palabras, escritas, en un papel, de a rápidos vistazos, ya que las lágrimas no me dejaban ver.
Desde arriba, vigilo a mis hijos y a mi esposa, sonrió con cada una de sus ocurrencias, sufro cada vez que les sucede algo, y siempre murmuro un “bien hecho”… cada vez que logran hacer algo nuevo.