Capítulo 11

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Llego a la casa. Estoy en mi primer día.
El lugar es hermoso, pese a tener la luz tenue del amanecer tras mis espaldas. La luz se ve naranja y adorna la preciosa casa.
En la puerta yace una mujer joven y fuerte. A sus pies su hija menor, entre risas. Me saluda con la mano y yo le devuelvo el saludo.
En tanto estamos lo suficientemente cerca, la mujer me abraza y me agradece. Entonces me dice que pase.
Me recibe el olor de él. Lo ignoro.
Me da miles de indicaciones, como una buena madre, y me dice que la primera semana quiere vigilar lo que yo hago. Le respondo con una sonrisa.
Su hija mayor, la de ocho años, debe tomar cuatro pastillas al medio día.
El mayor debe tomar un batido vitamínico todas las mañanas. Y la menor, bajo ninguna circunstancia, puede salir a jugar afuera.
Me dice que los otros niños son muy bruscos, y que teme por la seguridad de su pequeña.
Veo una abertura para ganarme a los niños.
Con una madre tan estricta, se agradece a alguien más relajado.
Tengo que ir aflorando al mismo tiempo que la madre, para que no me vea como una amenaza.
En tanto termina de explicarme todo sobre sus hijos, pasa a la casa.
Es una mujer muy meticulosa.
Me explica de que forma limpiar cada parte de la casa. Enfatiza mucho los detalles.
Entonces cuando termina llama a sus hijos a la sala de estar. Y todos nos sentamos obedientemente en el sillón.
Les explica que ahora va a tener que trabajar y que va a estar más ocupada que antes, y que por eso estoy ahí. Para "llevarme bien con ellos" y cuidarlos. Les sonrio.
Las dos niñas menores se muestran emocionadas. El mayor me mira con recelo, pero no muestra ninguna otra emoción.
Paso la primera semana ganándome la confianza de todos.
En tanto la gano, la madre me deja un día sola, con todos.
Hago todo como sé hacerlo. Hablo y juego con las menores. A mayor le doy espacio, pero le hago favores en tanto puedo.
Pasa casi un mes.
Avanzo mucho con las niñas, pero el mayor no me acepta aún.
Entonces decido que debo esforzarme más.
Una mañana le hago su batido como siempre, pero le agrego una galletita hecha en casa.
Se lo menciono. Entonces explota.
Me grita, siendo la sombra de su padre. Me recrimina sus errores y los de sus padres. Me dice que no me quiere cerca.
Sonrio en mi interior, porque ya gané la batalla con él también.
Hago lo que rompe a cualquier niño, que se cree lo suficientemente fuerte como para gritar a alguien mayor.
Muestro una cara de dolor y empiezo a sollozar en voz alta, simulando dolor hasta que empiezo a sufrir de verdad, recordando.
Sus hermanas vienen y se ponen en su contra.
Ellas se encargarán de decirle a la madre.
Él me mira con arrepentimiento en el rostro. Le duele más que a mí.
Probablemente no quería hacer lo mismo que veía hacer a su padre cuando se enojaba.
Me retiro a la sala de estar, disculpándome en voz alta.
Me calmo con las niñas. La menor sorbe por la nariz muy seguido: está llorando, por lo que acaba de ver.
Paso el día como dormida, frente a todos, pero por dentro estoy radiante.
Cuando llega la madre, no le menciono nada, pero invento una excusa y me voy lo más rápido que puedo.
En casa, me recompenso a mí misma, con una buena cena, que como entre risas.
Al día siguiente llego a la casa y la madre me recibe. Me dice que me siente.
No la dejo hablar.
Le digo que lo siento si estoy molestando, que sólo quería ayudar. Me disculpo y empiezo a llorar.
La mujer me dice no fue mi culpa, que ya habló con sus hijos, que sabe lo que pasó y que no me preocupe por eso.
En eso entra el adolescente, claramente incómodo.
Me disculpo con él en tanto entra en el cuarto, pero por dentro lo miro con una sonrisa irónica.
Él se disculpa conmigo y a partir de ese día nos volvemos amigos.
Al fin se abre conmigo y me deja hacerlo parte de mi venganza.

No sueño nada.

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