Duro trabajo es la vida

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Unas manos fuertes cubrían el rostro de un hombre sentado. Descansaba en medio de la bóveda interior de la represa hidroeléctrica, que lucía en la inmensidad los destellos del arte cinético que la adornaba. La bóveda era como una gigantesca caja vacía, de aproximadamente ochenta metros de altura por cuarenta de ancho y cuatrocientos cincuenta de largo. Monumental edificación de concreto, cuya pared contenía la fuerza y el peso del agua, dejándola escapar sólo por su parte inferior. Una obra cuyas entrañas servían como espectáculo visual para los visitantes, quienes hoy, desde un gran balcón, tenían la suerte de asistir a la jornada de uno de los principales grupos de trabajo en el llamado "cuarto de máquinas".

Cerca de la entrada al sistema, donde se encontraban media docena de turbinas, se dejaba ver una de las seis esculturas de arte cinético que servían no sólo como decoración sino como tapa de los seis sistemas centrales activos de turbina. Los trabajadores llamaban a ese espacio los "Huecos del infierno".

Con los ojos abiertos, pero con el rostro cubierto por las manos, el hombre logró visualizar entre sus dedos que algunos de sus colegas estaban incorporándose al duro trabajo de mantenimiento técnico del monstruo hidroeléctrico. Uno de ellos lo observó y, pensando que se había quedado dormido, le llamó de lejos mientras se acercaba.

– ¡Daniel! ¡Daniel!.. ¡Vamos que terminó la pausa de nuestro equipo!

Fue entonces cuando Daniel descubrió su cara tras veinte minutos en esa misma postura. Un rostro aún joven, pero que reflejaba una vieja tristeza que parecía a punto de hacerlo estallar en llanto a cada instante. Delataba en sus líneas de expresión una gran bondad, en su mirada una extrema melancolía y en sus labios la voluntad de sonreír a pesar de todo.

Daniel extendió su fuerte mano derecha para aceptar la del compañero que se la ofrecía para levantarse: Simón, su único y verdadero amigo. Y después juntos se dirigieron hacia uno de los extremos de la gran bóveda.

Allí se encontraba un complicado y gigantesco engranaje con motores, que daban vida a una turbina de cinco metros de diámetro por veinte de largo que se conectaba al sistema hidráulico giratorio. Esto se movía con la fuerza del agua que transitaba por debajo de la bóveda. Todo un conjunto mecánico que completaba una de las seis máquinas que generaban la energía hidroeléctrica de aquel lugar.

Como Daniel era el jefe del equipo, los hombres se le acercaron para recibir las instrucciones sobre el próximo paso a seguir.

– ¡Muy bien! –les dijo con autoridad–. Tenemos que colocar el mecanismo de la bovina con mucha precisión antes de que el extractor de aire sea encendido. El problema principal es que sólo tenemos cuarenta y cinco minutos para hacerlo una vez que se active el sistema. De no ser así, podemos provocar que se queme todo el reactor y eso, compañeros, sí que sería una desgracia. Más de tres millones de personas estarían a oscuras por mucho tiempo.

La voz de una mujer que saludaba mientras se acercaba al grupo interrumpió la reunión. La atención de los hombres que participaban en la operación se desvió hacia ella, quien se aproximó a Daniel muy nerviosa y le dijo:

– Aquí están todas las autorizaciones para el proceso. El ministro de energía señaló que procedieran como habían coordinado, pero que no olvidaran que hay mucho que perder si la operación sale mal. Confía en que ustedes resolverán la situación sin arriesgarse más de lo necesario.

Los hombres se miraban unos a otros, como halagados y burlones a la vez. Uno de ellos comentó:

– ¡Que tipo tan pesado ese ministro! –dijo, antes de agregar: –No sabe nada del proceso hidroeléctrico y se siente con la autoridad de tomar decisiones sobre temas que ignora por completo.

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