Bruno

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Despertó sin saber si realmente había dormido, sin saber qué día era, ni qué hora, ni cuántos días llevaba con esa sed... ¿o eran meses? Bien podrían ser años. Estaba oscuro y la mano reventada a golpes le parecía ajena a su cuerpo, como si no formara parte de él... la miró como si la mirara por primera vez, como si no pudiera reconocerla, sangraba pus y muerte... al igual que las demás extremidades. Dolía.
¿Cómo podía doler si era un miembro fantasma desunido a su cuerpo? Dolía aunque le parecía la mano de otro, una mano extranjera, extraña. No podía ser su mano.
<<Te vas a joder>>
La cincha del cuello se le clavaba en la carne al rojo vivo , escocía como cada músculo, cada nervio, cada tendón y cada tejido de aquel amasijo de carne palpitante en que se había convertido.
<<Te vas a joder bien jodido, mejor habla>> pero no podía, en la poca consciencia que le quedaba sabía que no hablaría.. y que ya nada lo salvaría, ninguna magia, ni sus amigos revolucionarios, ni nada.

Lo iban a matar. Y el secreto moriría con él.

Era extraño morir de aquella forma, pensó, convertido en un puñado de piezas rotas, desollado, quemado... el inquisidor lo había vuelto unos ojos ciegos, una lengua reseca, una garganta desgarrada, unos huesos partidos en un saco de piel rasgada.
<<No soy dueño de mi. Ya no soy yo. No soy esta mano ni esta pierna hecha de gelatina... hecha de la medula chorreante de los huesos rotos. Eso es, estoy roto>>
¿Estaba hablando? No, pensaba... llevaba tiempo sin hablar, por eso acabó así. Por el secreto que yacía en los cimientos de la catedral.
<<Y ¿por qué?>> Se preguntó << ¿por ellos estoy dando mi vida? ¿Por los que todavía están afuera? ¿por ella? ¿para que se salve ella? ¿pensará en mí? >>

La memoria era una balsa flotando en medio de un río ancho como una avenida de Buenos Aires, la memoria que se apiadaba y le hacía favores de vez en cuando, la memoria que navegaba y le traía tesoros: una fogata, una playa en Cuba, una cabeza reposando sobre su hombro, unos dedos tibios en su nuca...
Ahí era donde elegía quedarse cuando el dolor era tal que su cerebro optaba por desconectarse de él y cada célula era una isla en un mar de fuego. En la memoria, que era una balsa tranquila , una oruga que se arrastraba, un pájaro que volaba y volaba...
El estómago se había acostumbrado al hambre, como la espalda a la pared rugosa y la nariz al olor acre que le crecía con las uñas y el pelo.

<<Tengo sueño>> ahora siempre estaba cansado, pero no le importaba, porque al dormise veía a Amanda.

Amanda, que del pelo le brotaban golondrinas y hablaba dormida. La imaginaba muy lejos, al otro lado del mundo, donde era invierno y podía dormirse con el crepitar del fuego. Lejos, soplandose las manos y luego transformandose en una gata que se despereza bostezando. Muy lejos, a salvo.
En ella pensaba, en los andares por Londres y en los amigos soñadores que hablaban de la muchedumbre que los abrazaba en un carnaval Brasileño, los amigos que llevaban bombas Molotov en la mochila y un libro del Che Guevara. Los amigos, los sueños, las esperanzas y la convicción de que iban a cambiar al mundo.

A Amanda le decía siempre que sí, mientras se iban por La Rue de Seine ebrios de Ginebra y juventud, o por la Gran vía de mochileros llenos de ilusión e ingenuidad. ¿Y ahora qué? ¿Adonde iría toda esa libertad que le faltaba vivir? ¿adonde iría toda esa vida, todo ese mundo que lo esperaba mientras él estaba allí con el hígado reventado a patadas y la lengua ardida de sed?
Lo iba a matar. Sería aquel día.
Oyó un chirrido de la puerta oxidada, el paso de una rata, la misma que le mordía los dedos de los pies, o una pariente cercana... y los pasos, silenciosos, ligeros, los pasos de la muerte que caía como una helada prematura en la espada del verdugo.
El inquisidor lo miró, allí con la mata negra demasiado crecida y la piel pegada a las costillas, casi no se parecía al muchacho gallardo e insolente del principio. Bruno cerró los ojos, el inquisidor supo que se había meado encima, y supo que en el temblor de la mandíbula fracturada había una maldición para él y todos los Ángeles de la santa Inquisición, que de Santa tenía solo el nombre, también supo que no diría ni una sola palabra, pero no supo que su último pensamiento era para una chica sentada en un parque de Londres, no supo..., al final no supo que  en su interior habitaba todavía el recuerdo de un dormitorio alquilado con velas en el piso y la ropa húmeda cerca del radiador. Cuando la espada alcanzó su carne el inquisidor no supo que él ya estaba lejos, leyendo a Marx, tomando un té con las piernas de Amanda de almohada, pensando, pensando, pensando...

Las brujas de AradiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora