Jaqueline III

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El sacerdote no quería dar entrevistas, la prensa insistía, pero él siempre ignoraba las preguntas y amablemente evadía a los periodistas que permanecían fuera de la catedral, ahora cerrada al público. Jaqueline lo miró subirse a su auto y alejarse, pero a diferencia de los reporteros, ávidos de información, no intentó seguirlo. 

Se decían muchas cosas respecto a lo sucedido, hablaban de un atentado, de grupos terroristas, de arsénico en la fuente de la que bebían los clérigos y, aunque la mayoría desacreditaba la posibilidad, había quienes hablaban de brujería, aunque nadie mencionó jamás la palabra nefilim en sus teorías, y del obispado, e incluso el vaticano, solo se obtuvo silencio. 

Jaqueline miró el edificio, lucía sombrío, y las cintas policiales que lo cercaban delataban a la muerte como el nuevo Dios de su interior. Por un momento se preguntó qué hacía allí, la noche anterior había llorado amargamente y en ese momento el soplido del viento le arañaba la piel, mientras la tragedia de extrañar le caía encima como un diluvio. Miró el edificio, sus columnas, la cúpula tan alta que llegaba a las nubes y pensó que  los secretos ocultos de la catedral marcaron su destino, que sus misterios le habían traído las alegrías más violentas y también las nostalgias más profundas. Se preguntó dónde estaría Noah, si le echaría de menos, si la imaginaría allí, hecha un abismo, trémula, pensando en el río todopoderoso que salía de su boca para sostener las islas de su cuerpo. 

Noah se marchó para protegerla, para salvarla de los infiernos de la persecución, pero no sabía que ahora el infierno iría a todos lados con ella, que estaba en su costado, latiendo como una herida abierta, que el infierno supuraba pus y soledad, que su ausencia eran dedos que salían de la oscuridad y le apretaba la tráquea si acaso conseguía dormir. 

Jaqueline no sabía qué buscaba Noah en Londres ni en la catedral, solo sabía que estaba en ese lugar, que inquisidores lo perseguirían, que ellos siempre acechaban, acorralaban y mataban. En su libreta roja había nombres, datos, fechas que parecían inconexas e inútiles, pues ningún enigma se reveló ante ella, nada que la llevara a la verdad, así que allí estaba, al anochecer del día anterior al solsticio, sin saber nada sobre brujas o la maldición de las criptas, sin saber los secretos sepultados en los cimientos, pero sospechado que el destino, en el caso de existir, la quería allí, con las emociones al rojo vivo, pensando en Noah y en la lobrega noche en que la dejó. 

¿Lo encontraría de nuevo? ¿volverían a juntarse las circunstancias que lo hicieron posibles una vez? ¿le haría ese favor el azar, la suerte o la casualidad? ¿se daría el milagro de que sus soledades se encontraran otra vez y se hicieran compañía, se tocaran, se abrazaran? ¿volvería otra vez la alegría? ¿o andaría siempre a pata coja la nostalgia agarrada de su hombro? Tenía la sensación de que la nostalgia carnívora la devoraba desde dentro, que con dientes de fuego le atravesaba los órganos vitales y le rompía las costillas.

Fue cuando ya la noche estaba avanzada y nadie pasaba por la catedral resguardada por las cintas que decidió entrar. Tocó las paredes, pensando en las coordenadas donde estarían latiendo sus deseos, pensando en qué latitud se pararía a comer sandwiches y a pensar en ella. Los árboles de la entrada proyectaban sombras con formas demoníacas y la oscura cúpula pareció llenarse de ojos dorados, Jaqueline tocaba las columnas, tenía los dedos entumecidos y sintió un breve escalofríos cuando la mano del sacerdote la alcanzó en la oscuridad.  

Las brujas de AradiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora