Angus

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Desde que el hechizo había sido colocado la magia enoquiana dejó de funcionar en la catedral, ninguno sabía con exactitud la autoría de semejante agravio, pero Angus estaba seguro de que aquella noche por fin el misterio sería develado.

En las criptas se respiraba un aire húmedo y la única iluminación provenía de los cirios que lo rodeaban, las cuentas entre sus dedos parecían chispas amarillas y sus ojos eran dos soles fulgurantes y rabiosos. 

Angus podía jactarse de ser alguien muy pacífico y sosegado, nunca perdía la calma, no lo había hecho ni una sola vez con los nefilims que asesinó en nombre de la inquisición, sin embargo aquella noche su paciencia se agotaba. En su piel morena, cubierta por una brillante película de sudor, se asomaban tatuajes que reptaban por su cuello hacía su espalda, cuya tinta parecía brillar con sus oraciones silenciosas. 

El hechizo era poderoso, anulaba la magia blanca, pero Angus estaba usando magia roja, la magia de su sangre que caía espesa dentro de los símbolos concéntricos, dibujados con cenizas en torno a su cuerpo.  Por un momento pensó que todo su sistema óseo se quebraría, que el encantamiento rompería las estrellas y caerían sobre la catedral antes de doblegarse, pero nada de eso pasó, solo las gotas de plasma que fluían por su herida abierta, como un arroyo bermejo, por donde navegaban los recuerdos en los que oscuramente necesitaba pensar, y que abrían el paso a los terrores del pasado, cuando apenas era un muchacho y una adolescente con el pelo como un río de obsidiana temblaba entre sus brazos, pura y hermosa como la llama de una vela. 

El ruido de los cristales rompiéndose y los gritos, llegaban como susurros infernales, como manos invisibles que le tiraban del pelo y la ropa, llegaban junto a los gritos y la sangre de ella, años atrás, cuando en el cenit de su belleza  la convirtieron en una sombra, en un recuerdo vago e indefinido que de vez en cuando lo visitaba, para luego marcharse a las regiones de negrura donde habitaban los monstruos que la asesinaron, los monstruos de los que él se vengaba una y otra vez desde entonces. Había sacrificado todos sus recuerdos, excepto el de ella, para obtener los poderes que le permitieran cumplir su venganza... se había convertido solo en un instrumento de la Inquisición y en un molde hueco, donde solo habitaba odio... y ella.

  Al momento que el hechizo finalmente fue deshecho las tumbas y las enormes columnas se agrietaron. La bruja estaba a sus espaldas, a la luz de las velas sus ojos azules eran de lapislázuli y su largo cabello rojo caía sobre su rostro donde las sombras dibujaban arabescos. A simple vista no era más que una niña de figura esbelta, pero en sus manos podía verse la magia fúlgida que brotaba de su interior con furia y éxtasis. 

No hubo palabras, ni reacción por parte de Angus cuando Oksana lo envolvió en una llamarada de fuego y  las criptas se iluminaron. Tampoco pareció reaccionar a lo que vino después, su cuerpo estaba fatigado y pesado, mientras ella le caía con ferocidad, esgrimiendo látigos de fuego, pero Angus no parecía angustiado y esquivó los ataques con calma y una agilidad que no parecía poseer.

Oksana, por su parte, parecía una bailarina clásica, sus movimientos trazaban figuras en el aire y dejaban una estela luminosa por donde iba. Su expresión era un heraldo de la muerte y su pelo rojo se encendía y apagaba según la luz. 

Angus resistió, tenía una quemadura en el hombro, pero resistió. A lo lejos parecían oírse bramidos salvajes y el aullido de un lobo, otra columna se agrietó y amenazó con derrumbarse sobre sus cabezas, el incendio había llegado a las tumbas, un sarcófago se desmoronó y fue entonces que sintió la primera herida, estaba en la clavícula, se la había fracturado y el olor a su carne quemada le llegó mientras un sesgo de dolor lo hizo tambalear, mas no se permitió caer, en cambio el acero que llevaba colgado fue desenvainado. Se trataba de su espada, la que condenaba a los nefilims a un destino peor que la muerte. 

La siguiente estocada del sable de fuego se encontró con el filo de su espada y esta vez fue ella la que retrocedió, Angus notó que tenía el rostro salpicado de sangre y la blusa rasgada. Respiraba forzosamente pero el espíritu que la impulsaba era más fuerte que el cansancio y ni se inmutó cuando el acero comenzó a brillar y los dedos del monje acariciaron el pomo metálico. 

Oksana, delgada como un junco, corría con una ligereza casi mágica y de pronto estaba tras él, convertida en una hoguera, volviendo el aire el combustible por donde se propagaba su poder, el fuego era una serpiente que lo rodeaba y Angus dio un salto atrás cuando una bestia incorpórea se levantó de las llamas y batió las alas ardiendo frente a él, levantando un viento caliente que le quemó la cara, para luego precipitarse con las garras abiertas a su cabeza.

Lo siguiente que pasó no lo tuvo muy claro, una luz cegadora se expandió por el suelo, le pareció escuchar mil voces, ver mil rostros, sentir miles de dedos emergiendo de la tierra, eran las voces, los rostros y los dedos de todas las brujas del mundo, las que estaban allí en la catedral y las que estaban al otro lado del mundo y también las que yacían muertas bajo los cimientos del edificio.  

Algo brotó del suelo, una estrella, un orbe, una masa de luz de la que salían cánticos, olores y clamores. Angus supo que aquel tesoro contenía los secretos de la bruja Aradia y ahora descansaba entre las manos de Oksana. La bestia le había dejado jirones de piel por el rostro, pero él descargó un golpe certero y hábil sobre ella, la espada cortó el cuello y la cabeza cayó convertida en piedra,  mientras el cuerpo se desvanecía junto a las llamas del lugar.  Fue entonces el momento de dejar caer el acero con todas sus fuerzas sobre la chica, la escuchó murmurar una maldición y contraatacar. Aquel fue el instante en que las cuentas de madera de fresno atraparon su muñeca y siguieron por su brazo, anulando su magia, dejándola vulnerable ante él. 

Oksana chilló de frustración, Angus la tenía atrapada por un brazo, solo algunos nichos ardían y el fragor de la batalla del exterior se atenuaba con el correr del tiempo. 

Otra vez la catedral se construirá sobre la sangre de brujas —le musitó, el orbe cayó de sus manos y rodó por el piso, ella le sostuvo la mirada en cuanto la obligó a arrodillarse y el acero penetró su costado. 

El monje estaba por atravesar su garganta en cuanto un culatazo en la nuca lo hizo caer de boca y lo dejó inmóvil. 

  

Las brujas de AradiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora