1. Un trabajo más

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En un cuarto gris pequeñísimo y semioscuro, una señora bonita de rizos negros alimentaba a un niño de dos o tres años, tal vez cuatro. Era difícil decirlo por lo desnutrido que estaba.

-Más -pidió cuando el plato de sopa fría se terminó.

A pesar de las circunstancias, la mujer sonrió.

-No te preocupes, Arqui, cuando tu hermano llegué abrimos el postre.

Como si lo hubieran invocado, un muchacho flaco de rizos enredados entró a la casa.

-¡Mi Aris! ¡Que bueno que ya llegaste!

Su hijo, usualmente alegre como ella, estaba mortalmente serio, incluso parecía triste.

Asustada, la mujer tomó su cara en sus manos.

-Hijito, ¿qué tienes? ¿pasó algo?

Sin pronunciar una palabra, abrazó a su madre y lloró sobre sus hombros. Ella le devolvió el abrazo, alarmada.

-Hijo...

-No es nada, mamá. Te amo muchísimo.

Nada, salvo recuerdos. El eco de las balas, lo gritos, las lágrimas, la sangre hirviente...

Tendría que acostumbrarse.

Soltó a su madre y le extendió una bolsa de víveres.

-Traje algo.

Maravillada, la mujer los vació sobre la cama que hacía de mesa a falta de una. Carnes, quesos, vegetales brillantes y bonitas verduras desentonaban violentamente con el cuarto gris y terroso rodaron sobre la cama.

-Aris, ¿de dónde sacaste esto?

Parecía nerviosa, conocía a su hijo y sabía que era un niño honesto y honrado, que nunca se atrevería a robar, pero no hallaba otra explicación.

-Conseguí un nuevo trabajo. La paga es buena.

-¿Trabajo de qué?

Había meditado sobre esa respuesta todo el camino a casa.

-Como panadero de fábrica.

Se sintió cruel, pero sabía que era la única respuesta con la cual su madre no sólo no haría preguntas, sino que nunca buscaría involucrarse conociendo el lugar o pidiendo detalles.

Su madre jamás se acercaría a ningún tema relacionado con panaderos. O escritores. O filósofos.

Y no la culpaba, de hecho, para él era igual de difícil.

Su padre, Audifaz Córcega, era un panadero, escritor, filósofo y hasta predicador. Y un cobarde también. Los había abandonado hacía tres años, cuando su hermano menor había nacido. Él sólo tenía trece años cuando tuvo que convertirse en el hombre de la casa, dejar la escuela y salir a las calles a buscar una forma de alimentar a su madre y su hermanito.

Su madre, Amapola Castañeda, o Polita, como todos la llamban, era una mujer increíble. Trabajadora y luchona, lavaba ropa ajena en su hogar mientras cuidaba de su bebé.

Con el tiempo, las cosas no mejoraron: pronto no pudieron pagar la casa en la que vivían y tuvieron que mudarse a un departamento pequeño y luego a un barrio barato y peligroso en las zonas marginadas de la ciudad.
Polita era trabajadora, pero no tenía estudios ni familia ni nadie que la apoyara en buscar oportunidades y sí dos niños a los que alimentar.

Pero aún con todo, jamás perdió su sonrisa. Nunca dejó de recibir a su hijo mayor con una sonrisa ni de dormir a su bebé con canciones alegres.

Asesino enamorado || AristemoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora