Capítulo 29

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¿Cómo describir el sentimiento de la derrota? ¿Cómo expresar lo que sentía en aquel momento? ¿Cómo mirarme en el espejo sin sentir asco de mí misma? ¿Cómo explicarle a mi familia que estaba vacía, sin él? ¿Cómo convencerme de que aquello pasaría, de que era una mala racha? No sabía qué forma era la más adecuada para sacar de mí tanto dolor. No sabía qué hacer para hacerme sentir mejor. No sabía cómo curarme. Estaba podrida de dolor.

Durante ese tiempo, era un zombie andante. Lloraba durante horas, apenas comía, estaba ausente durante casi todas las conversaciones en familia, no me apetecía hacer nada más que no fuese tumbarme en la cama, dormir durante horas y llorar, sobre todo llorar. No salía de casa, no reía. Mi familia hizo de todo por mí, y el sentimiento de culpabilidad por no conseguir resultados pese a sus esfuerzos, se juntó con el resto de sentimientos autodestructivos. Adelgacé más de la cuenta. Corté mi cabello por encima de mis hombros y lo alisé por completo. Cambié. Dejé de ser yo.

Pero todo cambió en una de mis visitas al hospital. Me diagnosticaron, primeramente, depresión aguda. Pero había algo más. Algo que nadie se esperaba, algo que no vi venir, algo con lo que no contaba porque pensé que era imposible. Algo que cambiaría mi vida por completo.

No estaba sola. Y ya no podía permitirme el lujo de no pensar en mí. Debía pensar en alguien más. Aquello fue un atisbo de luz en mi vida, en aquella época tan oscura. Comencé a comer con normalidad y me cuidé en exceso. Mi familia me apoyó de la forma más incondicional que pueda existir. Me sentí arropada, me sentí protegida. Pero el dolor que había dejado el irlandés en mí no desapareció nunca.

Intenté rehacer mi vida. Me dediqué, en principio, a resolver algunos casos judiciales en la capital de mi país. Tuve éxito, siendo reconocida en poco tiempo a nivel nacional. Mis defensas hacia criminales eran más que efectivas, y empecé a estar solicitada en todos lados. En cuanto a rehacer mi vida con alguien, ni siquiera lo intenté. No quería saber de nada ni de nadie. No tenía fuerzas. Y, además de todo, en mi corazón no había cabida para otro hombre que no fuese él.

Niall. Mi querido y amado Niall. No creo que fuera capaz de olvidarlo nunca. Demasiados años pensándolo, queriéndolo, amándolo. Demasiados recuerdos juntos, demasiadas cosas vividas, demasiados besos… Pero decidió no creerme. Su recuerdo me atormentaba a todas horas. Incluso me pareció verlo varias veces entre la multitud, y me entraba el pánico.

Mi hermano no se separó de mí en ningún momento. Cuidó de mí como siempre lo había hecho. Sobre todo al enterarse de lo que se aproximaba.

Mis nervios regresaron. Perdí mucho pelo, los ataques de pánico y ansiedad eran casi diarios. Era insoportable. Pero no más que aquel dolor que se había instalado en mi interior para no salir nunca.

Los segundos pasaron, los minutos, las horas, los días, y los meses. Un año después, y seguía sin saber nada de ellos. Mis chicos. Mis bebés. Los amaba con todo mi corazón, y los echaba mucho de menos. El dolor era como una bola de fuego que te quema viva, y sientes las quemaduras matarte lentamente.

Mi hermano me prohibió tener cualquier tipo de conocimiento acerca de ellos, así como también evitó que yo tuviese alguno. Nunca dije que me iba, así como tampoco dije a dónde me marchaba. Había apagado el teléfono que Modest me había dado, y donde ellos podrían llamarme. Lo apagué durante ese año. Si intentaron buscarme, no lo iban a conseguir nunca. Había cruzado el continente para alejarme de todos ellos. Era lo mejor. No quería causar más dolor.

El verano llegó nuevamente, y mi familia insistió en ir de vacaciones. Especialmente mi madre. Con el dinero que aún conservaba, ya no sólo para mí, nos marchamos al Cayo Santa María, en Villa Clara, Cuba. Ya había estado antes con mi hermano y una de sus antiguas novias.

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