Jack Frost necesitaba una esposa. Para el día siguiente, pero ¿cómo iba a conseguirla? Las mujeres que conocía no estaban hechas para el matrimonio. Eran todas bellezas a las que seducir o aspirantes a formar parte de la alta sociedad. Ninguna habría encajado para actuar como su esposa, aunque fuese sólo para un fin de semana.
Tampoco conocía a nadie a quien engañar, sobornar o chantajear.
Recorrió su despacho con la mirada, era una habitación grande y sobria, situada en el piso superior de un edificio restaurado en Cowgate, Edimburgo. Había reformado aquel lugar cinco años antes, cuando lo había comprado.
Normalmente, le bastaba echar un vistazo a su despacho para sentirse contento, pero en esos momentos todo parecía burlarse de él. Tenía al alcance de su mano el proyecto perfecto, pero no lo conseguiría si no tenía una esposa.
Unos días antes, Flynn, un colega arquitecto le había hablado de la construcción de aquel complejo turístico en Sint Rimbert y le había advertido que el cliente quería que el arquitecto encargado del proyecto creyese en la familia y en sus valores.
Después de aquella conversación telefónica, Conrad había pasado un buen rato mirando el cielo e imaginándose la lista de arquitectos que habría hecho Jan Hassell: todos casados y petulantes, hogareños y aburridos.
Era absurdo que quisieran un hombre casado para diseñar el complejo. Los valores familiares no tenían ningún efecto, al menos positivo, en el trabajo. Y él lo sabía bien. Su trabajo era su vida, su aliento. Y en lo referente a la familia…
Contuvo una palabra malsonante y cerró un puño con fuerza. Quería ese proyecto. Era una oportunidad fantástica, pero, además, era la ocasión de demostrar quién era… y quién no era.
Era la mejor persona para realizar el trabajo, o podría serlo si le dejaban.
Pero no estaba casado.
Unas pocas horas después de hablar con Flynn, hizo varias llamadas y al final consiguió dar con Jan Hassell. Le envió por fax su currículo y algunos diseños, y consiguió que lo invitase a una fiesta que se daba ese fin de semana en Sint Rimbert, junto con otros dos arquitectos. Tenía el proyecto a tiro de piedra y sólo necesitaba una esposa de su brazo para demostrar que tenía esos valores familiares.
Para conseguir el trabajo.
Miró un montón de cartas que su secretaria le había dejado encima del escritorio para que las firmase. Lo estaba haciendo cuando se le ocurrió la idea. La esposa perfecta.
—Me alegro de que estés tan bien, Anna —dijo Elsa por teléfono, intentando tragarse el nudo que se le acababa de hacer en la garganta. Era ridículo sentirse triste. Anna estaba feliz, disfrutando de la vida universitaria, haciendo todo lo que solían hacer las chicas de dieciocho años.
Aquello era lo que siempre había querido para su hermana. Siempre.
Oyó una risa masculina al otro lado del teléfono y su hermana se disculpó:
—Lo siento, tengo que colgarte, van a venir unos amigos…
—Si sólo son las cinco —protestó Elsa.
—¡Es jueves! —rió su hermana—. Los fines de semana empiezan antes en la universidad. ¿Tú tienes algún plan para el fin de semana? ¡Es tu primer fin de semana sola!
—Sí —contestó ella intentando sonar entusiasmada, pero sin conseguirlo—. Sí, voy a… —se le quedó la mente en blanco. Leer un libro. Darme un baño. Irme a la cama.
—¿Salir a quemar la ciudad? —si había burla en el tono de Anna, era muy suave, pero aun así le hizo daño—. Deberías hacerlo, Elsa. Has pasado demasiado tiempo cuidando de mí. ¡Disfruta de la vida! Conoce hombres —rió—. Bueno, me están llamando, tengo que irme… —volvió a reír y colgó el teléfono.
«Disfruta de la vida», pensó Elsa después de colgar. Para su hermana era fácil disfrutar, era una chica despreocupada, joven. No tenía responsabilidades, preocupaciones, ni facturas.
Suspiró. No quería pensar mal de Anna. ¿Acaso no había trabajado tan duro, no había sacrificado sus propios sueños, para hacer realidad los de su hermana pequeña?
Pues ya lo había conseguido. Y tenía que sentirse encantada. Lo estaba.
Se puso en pie. Saldría esa noche… Había un arquitecto del estudio que le gustaba un poco, un tal John, aunque seguro que no sabía ni cómo se llamaba ella.
Nadie sabía cómo se llamaba.
Agarró el bolso. Antes tenía que asegurarse de que su jefe no iba a necesitarla más esa tarde, luego, se marcharía a casa. Sola.
Como siempre.
Llamó con suavidad a la puerta de Jack Frost.
—Entra.
La orden hizo que Elsa se pusiera tensa. Jack Frost sólo estaba en su despacho de Edimburgo una semana de cada cuatro, y ella prefería las otras tres.
Abrió la puerta.
—¿Señor Frost? Iba a marcharme, si es que no me necesita ya…
Jack estaba de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos. Se volvió y la miró de arriba abajo, como si estuviese estudiándola.
—De hecho, sí que te necesito.
—Está bien — Elsa esperó que le diese instrucciones.
—¿Tienes el pasaporte en regla?
—Sí… —contestó ella confusa.
—Bien —luego hizo una pausa, como si estuviese considerando qué decir, algo raro en él, ya que era de los que siempre sabían lo que tenían que decir—. Tengo un viaje de negocios —le explicó secamente—, y necesito que me acompañe una secretaria.
—Muy bien —respondió, como si fuese algo que soliese hacer, aunque era la primera vez que su jefe le pedía que lo acompañase—. ¿Adónde nos vamos?
—Nos vamos a las Antillas holandesas mañana por la noche y volveremos el lunes. Es un proyecto muy importante —la miró con los ojos entrecerrados—. ¿Entiendes?
—Sí —asintió, aunque no pudo evitar empezar a darle vueltas a la cabeza. Las Antillas holandesas, eso estaba en el Caribe, al menos a ocho horas de avión. Si Jack iba tan lejos para intentar conseguir un proyecto, tenía que ser serio.
Tragó saliva y se obligó a mirar a su jefe a los ojos.
—¿Puedo hacer algo para organizar el viaje?
—Sí, compra los billetes —le tendió un trozo de papel—. Aquí está toda la información. Mañana no vendré al estudio, así que nos veremos en el aeropuerto.
Elsa asintió, tomó el papel.
No podía pedirle más información a Jack, ni preguntarle qué tipo de ropa debía llevar. Ni por qué la había escogido a ella.
Se tragó su curiosidad y sonrió.
—¿Es eso todo?
Él volvió a recorrerla con la mirada y sonrió sardónicamente.
—Sí, eso es todo —contestó volviendo a sentarse.
Elsa salió en silencio del despacho.
De vuelta a su escritorio, se sentó, le temblaban las rodillas.
Iba a ir al Caribe. Se imaginó playas de arena blanca, selvas tropicales, cócteles tropicales. Gente, risas, calor.
¿Quién sabía qué podía pasar? ¿A quién podía conocer allí?
Tenía plan para el fin de semana. Y menudo plan.
Organizó el viaje, se levantó y se puso el abrigo.
Iba a ir al Caribe… con Jack Frost.
Se detuvo y consideró cómo sería un viaje con su jefe. Juntos en un avión, en un hotel, en la playa.
¿Se ablandaría Jack en un ambiente más relajado? ¿O seguiría tan brusco como siempre?
Intentó imaginárselo sonriendo en vez de frunciendo el ceño. Le pareció imposible. No le sonaba haberlo visto sonreír nunca.
Se obligó a volver a la realidad. No tenía por qué imaginarse cómo sería Jack. No le importaba. Al fin y al cabo, sólo la quería para que tomase notas y llevase papeles. Y para que lo hiciese bien.
Lloviznaba cuando salió del estudio hacia el centro de la ciudad.
Su casa, de estilo georgiano, estaba en una zona que se había vuelto acomodada y cosmopolita y Elsa era consciente de que su casa era vieja y fea al lado de las otras. Necesitaba ventanas nuevas, una mano de pintura y una docena de cosas más. Nada de eso entraba en su presupuesto, pero era un hogar, una casa llena de recuerdos que deseaba conservar.
Abrió la puerta y entró en el recibidor, que estaba a oscuras. Desde que Anna se había marchado, la casa estaba en silencio, vacía.
—Tienes el síndrome del nido vacío con veintiocho años —murmuró, molesta consigo misma.
Encendió la radio de la cocina, desafiante, miró en los armarios a ver qué podía prepararse para cenar y fue hacia el piso de arriba.
Ya tenía una esposa, pero Jack sabía que tendría que hilar fino. Era un negocio delicado, había que mantener un engaño.
No obstante, creía saber cómo tratar a su secretaria. La clave estaba en intimidarla.
La señorita Swon era una de esas desafortunadas personas que estaban en el mundo para ser usadas por los demás.
Usa o sé usado.
Él prefería siempre la primera opción.
A pesar de la satisfacción que sentía por haber encontrado una esposa, se sentía incómodo. No todo estaba bajo su control. Por el momento.
¿Sería convincente su secretaria como esposa? Todavía no le había dicho para qué la necesitaba. Lo haría en el avión, cuando no tuviese escapatoria.
Sonrió. No creía que fuese a rehusar, pero, si lo hacía, le ofrecería dinero. Nadie rechazaba el dinero.
Aunque Jack consideraba que pagaba bien a sus empleados. Su secretaria llevaba todos los días el mismo traje negro. Iba sin maquillar, con el pelo limpio, sin más, y le hacía falta un cambio de imagen, que la aconsejasen.
Un cambio… Se la imaginó al día siguiente con una maleta barata llena de ropa insulsa y barata. Ropa de secretaria. No de esposa.
No de esposa suya.
Maldijo entre dientes, agarró el abrigo y salió.
Había puesto la radio tan fuerte que, al principio, no oyó que llamaban a la puerta.
Posó el cuchillo, bajó la radio y fue hacia la entrada con el corazón en un puño.
¿Quién podía llamar así? La policía o algún borracho… Echó un vistazo por la mirilla y dio un respingo al descubrir quién era.
Ya tenía una respuesta. Jack Frost llamaba así.
¿Qué estaba haciendo en su casa? Nunca lo había visto fuera del estudio…, salvo en los periódicos.
Respiró profundamente, se pasó una mano por el pelo, que llevaba suelto sobre los hombros, y abrió la puerta.
—¿Señor Frost? —lo miró con cautela, fruncía el ceño, como siempre. No obstante, era un hombre atractivo. Alto, con el pelo castaño y los ojos color avellana, que brillaban con impaciencia, los pómulos marcados, ligeramente sonrosados.
—Tengo que hablar contigo. ¿Puedo entrar?
Ella asintió, consciente de pronto de que estaba despeinada y llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta blanca. Se tocó la mejilla y se dio cuenta de que la llevaba manchada de tomate frito.
—Sí, por supuesto.
La entrada de la casa de sus padres era alargada, estrecha y de techo alto, pero Jack parecía llenar todo el espacio. Miró a su alrededor y Elsa supo que se estaba fijando en los muebles, viejos y destartalados.
Entonces oyó un silbido proveniente de la cocina, se disculpó y fue hacia allí.
El tomate frito borboteaba ya, así que bajó el fuego antes de darse la vuelta.
Se sorprendió al ver a Jack en la puerta, mirándola con desprecio y notó que se ruborizaba. Podía imaginarse lo que estaba pensando su jefe. Que era jueves por la noche y estaba sola en casa, preparándose la cena y con la radio como única compañía.
—Lo siento. Estaba preparándome la cena —le explicó, como acartonada. Había música jazz de fondo. Apagó la radio—. ¿Quiere… quedarse?
Jack se limitó a mirarla, arqueando una ceja en silencio y frunciendo el ceño. Elsa se mordió el labio, volvió a ruborizarse. Seguro que su jefe había quedado con alguien en algún elegante restaurante, muy lejos de allí. De ella.
Según los periódicos, y los mensajes que dejaban en el contestador del trabajo, salía con una mujer distinta casi cada vez.
¿Qué hacía con ella esa noche? ¿Allí?
—Lo siento —murmuró Elsa, sin saber por qué se estaba disculpando—. Bueno… ¿Quiere quitarse el abrigo?
Jack seguía observándola. Y ella intentó que no notase que estaba nerviosa. Se dio cuenta de que, en realidad, era la primera vez que la miraba, y lo hacía como si estuviese decidiendo si le daba un aprobado o un suspenso.
—De acuerdo —dijo Jack quitándose el abrigo y tendiéndoselo—. Tengo que hablar contigo.
Ella asintió, se sentía como una criada en su propia casa. Fue a colgar el abrigo a la entrada. Olía ligeramente a cedro y a jabón y Elsa notó un extraño hormigueo en el pecho, una tensión que no entendía, ni le gustaba.
Se dio cuenta de que no conocía a aquel hombre. Y no tenía ni idea de qué estaba haciendo allí.
Cuando volvió a la cocina, Jack seguía en el mismo sitio. Estaba completamente quieto, pero irradiaba energía, impaciencia. La miró con fría determinación en cuanto la vio entrar.
—Se me había olvidado mencionar algunos detalles referentes a nuestro viaje —hizo una pausa, se pasó la mano por el pelo—. Voy a Sint Rimbert para intentar conseguir un importante proyecto. Jan Hassell, el dueño de la mayor parte de la isla, ha decidido construir un lujoso complejo turístico. Para él es importante que el arquitecto que elija dé una imagen… adecuada —hizo otra pausa, como esperando una respuesta por parte de Elsa, que estaba desconcertada.
—Sí, entiendo —dijo después de un momento, aunque no era cierto.
—¿Sí? Entonces, comprenderás que no puedo llevarme a una secretaria cubierta de harapos.
Elsa enrojeció. Le dio rabia que su jefe pensase que no tenía la ropa adecuada para acompañarlo. Y lo peor era que estaba en lo cierto. Tragó saliva.
—Dígame qué quiere que lleve —sugirió con toda la dignidad de la que pudo hacer acopio.
Jack sacudió la cabeza.
—Estoy seguro, cariño, de que no tienes esa ropa.
Elsa levantó la barbilla. Era la primera vez que la llamaba cariño, y no le gustó el tono.
—Si no soy lo suficientemente estilosa para usted —replicó—, tal vez haya otra secretaria que esté a la altura.
—Seguro que sí —admitió él—, pero te quiero a ti.
A pesar de su tono cansino, Elsa se sintió excitada con sus palabras. Te quiero a ti.
«Porque escribes a máquina con mucha rapidez, idiota», se dijo a sí misma. De todos modos, lo último que deseaba era que un hombre como Jack Frost se fijase en ella. Ya era lo suficientemente difícil trabajar para él.
—Bueno, en ese caso, haré lo posible por ir elegante. ¿Hay algo más de lo que quisiera hablar conmigo, señor Frost?
—Tienes que llamarme Jack —respondió él con brusquedad.
—¿Por qué? —quiso saber ella, ganándose una fría mirada por haber tenido la audacia de preguntar.
—Porque yo lo digo.
—Está bien.
Elsa se tragó su indignación. No merecía la pena. Jack Frost era su jefe y podía hacer lo que quisiera, aunque estuviese en su casa.
—¿Es eso todo? —consiguió añadir.
—No —Jack seguía observándola. Después de unos segundos, se dio la vuelta y fue hacia las escaleras.
—¿Adónde va? —preguntó Elsa sorprendida.
—Arriba.
Lo siguió por las estrechas escaleras, incapaz de creer que estuviese invadiendo su casa, su privacidad, de un modo tan descarado. No debía haberse sorprendido, sabía cómo funcionaba Jack Frost, aunque era la primera vez que lo hacía con ella.
Nunca había sido lo suficientemente importante para merecer más que una mirada de soslayo y un par de ladridos. En esos momentos su ropa, su casa, y toda ella estaban bajo su escrutinio.
¿Por qué?
Jack avanzó por el pasillo, metiendo la nariz en varias habitaciones, la mayoría no se utilizaban y los muebles estaban cubiertos por sábanas.
—Este sitio es un mausoleo —comentó con desdén mientras cerraba la puerta del que había sido el dormitorio de los padres de Elsa —. ¿Por qué vives aquí?
—Porque es mi casa —replicó ella con voz temblorosa mientras se interponía en su camino—. ¿Qué estás haciendo aquí, Jack? Además de comportarte como un entrometido y un grosero —no podía creer que le estuviese hablando en ese tono a su jefe. Lo miró fijamente.
—Quiero comprobar que tienes la ropa adecuada —respondió él—. Quítate de ahí.
La empujó con el codo y pasó por su lado. Elsa apretó los dientes al ver cómo Jack entraba en su habitación y miraba a su alrededor.
Tenía la cama sin hacer y el pijama en el suelo, junto con un sujetador y una blusa.
No quería que Jack estuviese allí, husmeando en su vida. No era justo.
Él lo escrutó todo con los ojos entrecerrados y una sonrisa de desdén en los labios antes de acercarse al armario y abrir las puertas de par en par.
Elsa observó con incredulidad, irritación y vergüenza cómo miraba su ropa, que estaba compuesta por vestidos y faldas recatadas y varias blusas para combinar con el traje negro. Nunca había necesitado nada más.
—Lo que pensaba —dijo Jack con una nota de cruel satisfacción en la voz—. No hay nada ni lo más remotamente adecuado.
—Soy tu secretaria —espetó ella—. No creo que vayas a perder el proyecto porque no vaya vestida como una… como una de esas golfas con las que sales.
Jack se volvió muy despacio a mirarla, le brillaban los ojos.
—¿Qué sabes tú de mis novias?
—Sólo lo que veo en los periódicos —contestó ella desafiante después de haber tragado saliva.
Él rió.
—¿Y te crees toda esa basura? ¿La lees?
—Tú también la lees —replicó Elsa, olvidándose de su sentido de la prudencia—. Y, ahora, si no te importa, quiero que salgas de mi habitación y de mi casa. Tal vez seas mi jefe, pero aquí no tienes ningún derecho.
—Ni quiero tenerlo —dijo él en tono burlón.
Elsa se dio cuenta de cómo había sonado aquello. A derechos de alcoba. Derechos sexuales.
Con una sonrisa en los labios, Jack se agachó y tomó el sujetador que había en el suelo.
—Demasiado pequeño para mi gusto.
Ella se ruborizó.
—Por favor, márchate —le pidió con voz demasiado suave y temblorosa, y se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Era patética. Seguro que Jack pensaba que era patética.
—Encantado, pero tú vienes conmigo.
Elsa se quedó perpleja, afortunadamente, las lágrimas habían retrocedido.
—¿Contigo? ¿Por qué?
—Porque no tienes la ropa adecuada —le explicó Jack como si estuviese hablando con un idiota—, así que vamos a comprarla.
—No quiero…
—Me da igual lo que quieras. A ver si te enteras de que lo importante es lo que yo quiera.
Elsa se mordió el labio con fuerza. No podía seguir enfrentándose a su jefe. Necesitaba el trabajo, el sueldo, sobre todo en esos momentos, con Anna en la universidad.
—Está bien, pero doy por hecho que vas a pagar tú.
—Por supuesto. No podrías permitirte ni un par de medias de la tienda a la que vamos a ir.
—Jamás se me ocurriría comprármelas —soltó Elsa, pero él ya estaba saliendo de su habitación y, sin duda, esperaba que lo siguiera como un corderito.
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AMOR CRUEL
AcakJefe millonario busca esposa para el fin de semana... El poderoso, rico y guapísimo Jack Frost siempre conseguía todo lo que deseaba y ahora el millonario playboy necesitaba una esposa para asegurarse un importante negocio. Su eficiente secretaria E...