CAPÍTULO 4

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En cuanto terminaron de cenar, Jack se volvió enérgico y profesional. Elsa agradeció el cambio, le había aterrado verlo tan dulce y seductor un rato antes.
La azafata les había dejado café y un plato con pasteles. Jack apartó los pasteles y le dio un trago al café. Elsa se había fijado en que no había bebido alcohol y que había comido poco.
Era un hombre muy comedido. Controlado. Lo que quería decir que lo que había hecho un rato antes había sido sólo para jugar con ella, por diversión. Para intimidarla.
—Será mejor que nos pongamos de acuerdo —empezó a decirle—. No sea que tú le digas a Hassell que nos conocimos en un bar y yo, que en el trabajo… —levantó la mirada, había una nota de humor en sus ojos.
Elsa asintió.
—¿Tienes algo pensado? —le preguntó.
—Creo que lo mejor será que nos ciñamos a la verdad lo máximo posible. Llevamos seis semanas casados. Siempre habías trabajado para mí, y un día…
De repente, Elsa sintió que no podía seguir conteniéndose. Era un juego, y tenía ganas de jugar. Quería divertirse. Disfrutar de la vida.
—Un día —le interrumpió—, entré en tu despacho para que firmases unas cartas y tú te diste cuenta.
Jack la miró, arqueó una ceja, divertido.
Elsa suspiró encantada.
—Me miraste a los ojos —continuó—, y te diste cuenta de que tu vida había sido tan fría, tan vacía, tan carente de sentido sin mí. ¿Verdad?
Se atrevió a alargar la mano y acariciarle la mejilla, áspera por la barba que le empezaba a salir.
—Fue de repente, por supuesto —añadió—. Yo jamás pensé que mi jefe estuviese interesado en mí, pero tú insististe en invitarme a cenar y el resto… —rió— es historia. ¿Verdad, cariño?
Apoyó la espalda en el asiento, sonriendo triunfalmente a pesar de que el corazón le latía demasiado deprisa.
Cuando había intentado apartar la mano de su mejilla, él se la había agarrado y se la había llevado a los labios.
—Así fue, cariño. Jamás olvidaré el momento en que me di cuenta de que me había enamorado de ti —le besó la punta del dedo, haciéndola dar un grito ahogado. Sonrió—. Y tú —murmuró en voz más baja y seductora—, te enamoraste perdidamente de mí.
Le pasó la lengua por los dedos, se los mordió con cuidado, despertando el deseo en ella. Luego sonrió, divertido.
Elsa tuvo la sensación de que había empezado un juego, y había perdido la partida.
Él le rozó la mano por última vez con los labios y se la soltó.
—No te pases de romántica, Swon, o sospecharán —dijo volviendo a sus papeles sin inmutarse.
Todo lo contrario que ella, que se sentía flaquear. ¿En qué lío se había metido?
Consiguió soportar la siguiente media hora, durante la cual Jack repasó las cosas básicas que debían saber el uno del otro.
Sintió miedo. No estaba segura de ser capaz de hacer aquello. Y le preocupaba más su jefe que la prensa. Temía más por su cuerpo, y por su corazón, que por su carrera y su reputación.
No había tenido ni idea de que reaccionaría así ante Jack, a sus caricias, a sus miradas. Lo deseaba. Una cosa era vivir una aventura y otra, abandonarse. Su mente estaba barajando posibilidades en las que jamás debía haberse parado.
Intentó convencerse de que aquello era una farsa.
Jack golpeó los papeles con el bolígrafo que tenía en la mano.
—No me estás escuchando, ¿verdad? —la reprendió.
—Lo siento. Son tantas cosas que asimilar.
—No te preocupes, nadie esperará un engaño, así que no sospecharán.
—¿A nadie le resultará extraño que te hayas casado hace sólo seis semanas?
—Pensarán que es una coincidencia. Esperarán encontrarse con una pareja de recién casados, recién enamorados, y no creo que nos cueste demasiado convencerlos de que lo somos —bajó la mirada a la mano que había estado mordisqueando—. Confío bastante en tus dotes de actriz.
—Menos mal que van a ser sólo un par de días.
—Un par de días memorables —admitió él—. ¿Quién sabe lo que puede pasar?
Las luces de la cabina parpadearon y se atenuaron. Jack se echó hacia delante, rozándole el pecho con el brazo, y le reclinó el asiento.
Elsa se aferró a los brazos del sillón. Odiaba sentirse tan vulnerable.
—Que tengas dulces sueños, Swon —susurró.
Elsa vio cómo reclinaba su propio asiento y se ponía una almohada debajo de la cabeza. No tardó en quedarse dormido.
Ojalá le hubiese resultado tan fácil a ella. Se quedó tumbada en la oscuridad, con los ojos abiertos como platos, el cuerpo temblando de miedo, de emoción y de deseo insatisfecho.
Una mezcla embriagadora.
—Llegaremos a Bonaire dentro de cuarenta minutos.
Elsa echó el asiento hacia delante, le dolían los ojos por la falta de sueño, aunque había conseguido adormilarse y la acababan de despertar el brillante sol del Caribe que entraba por la ventana y la alegre voz de la azafata que recorría el pasillo con el carrito de los desayunos.
A su lado, Jack estaba relajado, tranquilo, sonriente.
Su marido.
Sonrió ella también. En poco más de media hora estarían en Bonaire, desde donde un pequeño avión los llevaría a Sint Rimbert y entonces empezaría la farsa.
Sería la esposa de Jack. Sintió que una ola de terror la invadía.
No fue capaz de desayunar. Cuando les hubieron retirado las bandejas, el avión empezó a descender.
—Toma —le dijo Jack dejándole algo duro y frío en la palma de la mano.
Elsa bajó la mirada, era una alianza. De platino. Cara.
—No puedo… —empezó, negando con la cabeza.
Jack le cerró la mano alrededor del anillo.
—Sí, puedes.
Elsa se lo puso con manos temblorosas. Le quedaba un poco grande, pero nadie lo notaría, sólo ella. Sólo ella se daría cuenta de lo mal que estaba aquello.
Pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. Había accedido, había permitido que Jack la sedujese con sus palabras, sus caricias, su promesa.
El avión aterrizó y Jack se puso en pie, se colgó el maletín de un hombro y le dio a Elsa su bolso.
Media hora después estaban en otro avión, esta vez mucho más pequeño. Jack parecía relajado a su lado mientras que ella estaba nerviosa.
Se sentía como si fuese a volar sentada en una cometa.
El joven piloto, que tenía acento holandés, le sonrió.
—Es pequeño, pero muy seguro.
Ella pensó que aquello no formaba parte del trato.
«¿De qué trato?», se preguntó. No había ningún trato. Aquello era una farsa. Iban a hacer lo que quería Jack, y ella había aceptado.
Cerró los ojos. Jack le dio una palmadita en la mano, fue una caricia, pero ella se la tomó como una advertencia.
—Está un poco nerviosa… y cansada —comentó.
Elsa apretó los dientes. Debajo de ellos brillaba el mar como una joya y descansando en él había una maravillosa isla.
Por un momento, se olvidó del hombre que estaba a su lado, y del papel que iba a tener que desempeñar. Tomó aire, sobrecogida.
—Es precioso —murmuró.
La pista de aterrizaje era poco más que una línea de polvo marrón, casi invisible entre tanta belleza.
Al bajar del avión, el aire la acarició, su olor era dulce. Sobre sus cabezas, el cielo estaba azul, salpicado de algodonosas nubes.
Elsa inspiró, se sintió excitada, esperanzada. Si conseguía mantener la sangre fría, tanto con Jack como con los demás, todo iría bien.
Tal vez incluso se divertiría.
Un hombre de estatura baja, calvo, de unos sesenta años, se acercó a ellos.
—¡Jack Frost! ¡Cuánto me alegro!
Le dio la mano a Jack y a Elsa se le encogió el corazón. Aquél tenía que ser Jan Hassell, el hombre al que iban a engañar.
«Para», se ordenó a sí misma. Ya era demasiado tarde para sentirse culpable.
Hassell se volvió hacia ella sonriendo.
—Y ésta debe de ser tu esposa…
—Elizabeth —agregó Jack—, pero yo la llamo Elsa —dijo su nombre con ternura, sonriéndola, acariciándola con la mirada.
Ella le devolvió la sonrisa, se negaba a sentirse acosada o menospreciada, entrelazó sus dedos con los de él.
—Por favor, llámame Elsa tú también —murmuró—. Todo el mundo lo hace, aunque a Jack le gusta pensar que es el único.
Jan juntó las manos, encantado.
—¡Estáis tan enamorados! Tenéis que contarnos vuestra historia a mi esposa, Hilda, y a mí.
—Ah, ésas son cosas de mujeres —comentó Elsa —. Tendré que hablar con Hilda… Contarle todos los secretos de Jack. Seguro que vosotros también tenéis una historia.
—Sí —aseguró Jan—, pero debéis de estar cansados. Ya han dejado vuestras cosas en mi coche… Seguidme.
Se dio la vuelta y fue hacia el cuatro por cuatro que estaba aparcado cerca de los matorrales.
Jack le puso el brazo alrededor de los hombros.
—Vamos, cariño —dijo apretándole el hombro y murmurando—: No te pases, Swon. Da un poco de asco.
—Seguro que sí —respondió en voz baja, pero enfadada—. Para ti hacer que estás enamorado debe de ser muy extraño —volvió a sonreír y apoyó la cabeza en su hombro. Ambos estaban tensos.
Jan les abrió la puerta de atrás del coche para que se sentaran. Subió ella primero y Jack se puso a su lado, apretando su muslo, largo y musculoso contra el suyo, rodeándola con el brazo una vez más, apretándola contra él. Olía a jabón y a cedro, y a hombre.
Jan les sonrió antes de sentarse frente al volante. Mientras se alejaban de la pista de aterrizaje, les habló de la isla.
—Como sabes, Jack, Sint Rimbert es una isla pequeña. Sólo hay un pueblo, con menos de seiscientos habitantes. Tenemos un médico que va y viene, dos tiendas y una oficina de correos. Eso es todo —dijo con orgullo—. La decisión de construir un complejo turístico fue difícil de tomar. Para nosotros, es muy importante no molestar a la población local. No lo hacemos sólo para ganar dinero.
—Por supuesto que no —le dio la razón Jack —. Y te agradezco que hayas preservado este paraíso para nosotros. Para mí será un placer, y una obligación, continuar preservándolo para todas aquellas personas afortunadas que puedan venir a visitarlo —su voz era suave y segura, sin ser aduladora.
Elsa pensó que sabía cómo tratar a alguien como Jan y tuvo que admirarlo por ello. Sabía cómo manipularlo, igual que la estaba manipulando a ella.
Sería mejor que no lo olvidase.
Jan condujo por un camino privado y unas grandes puertas de madera les dieron la bienvenida.
Elsa se sorprendió al ver tanto lujo a su alrededor. La carretera había pasado de cruzar un bosque tropical a surcar unos jardines de diseño, rebosantes de colores y aromas.
Atravesaron por un pequeño puente de madera, debajo de él había un estanque de aguas cristalinas salpicadas de lirios.
La carretera se acercó al mar antes de dar paso a una casona enorme, un laberinto de estuco blanco y tejado de terracota.
—Onze Parel —anunció Jan orgulloso mientras detenía el coche y observaba su casa—. Nuestra Perla. Así la llamó mi bisabuelo y es cierto que ha sido una perla de valor incalculable.
—¿La familia lleva en esta isla cien años? —se interesó Elsa.
—Sí. Por entonces sólo vivían aquí convictos y piratas. Entonces, mi bisabuelo recibió parte de la isla de la reina como pago por sus servicios durante la guerra. Él mejoró el puerto para que los barcos pudiesen atracar sin riesgos y construyó una plantación de azúcar —sonrió con tristeza—. La casa se quemó en los años setenta y la plantación disminuyó cada vez más. Construimos esta casa poco después.
Elsa asintió. Estaba fascinada con la historia, pero se preguntó si la motivación de Jan Hassell para construir el complejo no sería más económica de lo que él había dejado entrever.
—Venid —les dijo—, Hilda os enseñará vuestra habitación. Supongo que querréis descansar antes de la cena.
Jack bajó del coche y le tendió la mano a Elsa para ayudarla. Ella la tomó sin más, pero no estaba preparada para la sensación que la sacudió al notar los dedos de su jefe entrelazándose con los suyos.
Él la miró a los ojos, burlón, como si le leyese el pensamiento.
Elsa apartó la mano y avanzó hacia la casa.
Unas grandes puertas de madera daban entrada al recibidor y al salón, que estaban decorados más con vistas a la comodidad que a impresionar. Las ventanas estaban abiertas. Unos metros más allá se divisaba la arena blanca de la playa y el mar.
—Bienvenidos —los saludó la esposa de Jan, Hilda, que también era bajita y regordeta y llevaba el pelo canoso elegantemente peinado.
Elsa se sintió todavía más incómoda y culpable por estar mintiendo a aquellas personas. Como si lo supiese, Jack volvió a entrelazar sus dedos con los de ella. Y Hilda sonrió al ver el gesto.
—Debéis de estar cansados —comentó sonriendo—. Voy a enseñaros vuestra habitación.
Elsa se fijó en que había dicho «habitación». Y seguro que sólo había una cama.
Hilda los condujo por el pasillo y abrió una puerta. Elsa entró y vio una gran cama de madera con sábanas de lino. Las ventanas también daban al mar.
—Espero que estéis cómodos —murmuró Hilda—. No tardarán en traeros las maletas. La cena se servirá a las ocho, pero nos reuniremos todos en el salón a las siete. Por favor, descansad. Disfrutad —dijo antes de marcharse y cerrar la puerta tras de ella.
—No está mal —admitió Jack acercándose a la ventana y aflojándose la corbata.
Elsa se sentó en la cama. Estaba agotada. Temblaba de la tensión.
—No seré capaz de continuar con la mentira todo el fin de semana —protestó en vano, ya que Jack se limitó a arquear las cejas.
—No tienes elección —le dijo con frialdad—. Así que diviértete. Yo pienso hacerlo.
Se llevó la mano a los botones de la camisa, pero Elsa estaba demasiado preocupada como para darse cuenta.
—Debía de haber al menos cien mujeres en Edimburgo que habrían estado encantadas de hacer esto. ¿Por qué me elegiste a mí?
Él la miró pensativo.
—Porque pensé que sería más sencillo.
—¡Más sencillo! —exclamó ella—. ¿Por qué?
—Porque no nos hemos acostado —le explicó Jack —. Todavía.
Elsa se quedó atónita, sin aliento…
—Cierra la boca, Swon, en el Caribe también hay moscas. Y grandes.
Elsa se preguntó si su jefe querría realmente acostarse con ella. Tener una aventura… Una cosa era coquetear, y otra…
Aquello era peligroso. Le daba miedo.
Se levantó de la cama, abrió la maleta y empezó a colgar la ropa que Jack le había comprado. Tenía que estar ocupada. Tenía que dejar de pensar. De imaginar. Jack y ella.
«Ya vale», se dijo.
—Puedes hacer eso más tarde —sugirió él en tono irónico.
—No quiero que se arrugue la ropa.
—Puede encargarse el servicio.
—No quiero molestar.
—No —murmuró él—, nunca quieres molestar.
Elsa se dio cuenta de que su jefe había estado juzgándola, jugando con ella.
—¿Siempre utilizas a todo el mundo? —le preguntó, intentando parecer tranquila—. ¿O lo haces sólo conmigo?
Jack guardó silencio un momento; ella se concentró en la ropa.
—Con todo el mundo —respondió por fin—. Así que no te lo tomes de manera personal.
—No te preocupes —le dijo apretando los dientes, intentando no sentirse dolida.
Jack fue hacia ella, le quitó de la mano la prenda que tenía hecha un ovillo.
—Hablando de arrugas —comentó—. Esto era un negligé de seda.
Elsa se lo arrebató.
—No pienso ponérmelo. Sólo lo he traído porque tú me dijiste que lo hiciera.
—Buena chica.
Su sonrisa era tan burlona que le dieron ganas de gritar. De abofetearlo.
Entonces se dio cuenta de que no llevaba la camisa. Su pecho era suave y bronceado, musculoso. Bajó un momento la vista hacia su estómago y tuvo que tomar aire.
—¿Dónde está tu camisa? —le preguntó casi gritando.
—En el suelo. Hemos viajado toda la noche y estoy cansado. Voy a dormir. Y tú también deberías hacerlo.
Ella sacudió la cabeza.
— Jack, no… no intentes intimidarme.
—Sólo intento desnudarme.
Para ella ambas cosas eran lo mismo, pero no se lo dijo. Consiguió mirarle a la cara.
—Será mejor que establezcamos algunas normas básicas.
—¿Cómo cuáles?
—Tienes que estar siempre vestido en mi presencia, para empezar.
—¿No sería más fácil que nos acostumbrásemos a nuestros cuerpos? —replicó él—. La gente se dará cuenta de que nos ruborizamos por cualquier tontería.
Elsa sabía que ella sería la única que se sonrojaría. Se pasó las manos por el pelo y suspiró con frustración.
—¡Ojalá no hubiese aceptado jamás hacer esto!
—Pero aceptaste y ahora te está entrando miedo —se desabrochó el cinturón y el pantalón.
—No lo hagas.
—Swon, no seas ridícula. Deja de comportarte como una mojigata y desnúdate.
—¡Pensé que eras un caballero!
—En ese caso, supongo que te equivocaste.
Cerró los ojos y oyó cómo se quitaba los pantalones e iba hacia la cama. Volvió a abrirlos y descubrió que, afortunadamente, se había dejado puesta la ropa interior.
—Si quieres, puedes quedarte ahí toda la tarde —le informó Jack —. Yo voy a dormir.
Elsa se dio cuenta enseguida de que estaba comportándose como una tonta.
Tomó aire y terminó de deshacer la maleta. A pesar de todo, no se sentía preparada para meterse en esa cama.
Jack respiraba de forma profunda y acompasada cuando ella decidió ponerse el pijama ancho y cómodo que había llevado de casa. Se acercó a la cama con cuidado y levantó la sábana. Vio el estómago de Jack un momento, una línea de vello se perdía bajo la cinturilla de los calzoncillos. Apartó la vista.
Las sábanas estaban frías y suaves, pero a Elsa le dio la sensación de que ardían. Se quedó allí, inmóvil, consciente de que el cuerpo de Jack yacía relajado a su lado.
Se puso de lado, dándole la espalda, hecha un ovillo.
Entonces lo oyó moverse, sintió su aliento contra la piel.
—Me gusta tu pijama —le susurró—, pero te preferiría desnuda. Que descanses, Swon.

AMOR CRUELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora