DIECIOCHO

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—¿Estás segura de que no podemos dejarlo y que se regrese solo al hotel? —cuestionó Betty, mirando con nostalgia el palito vacío de su algodón de azúcar.

Sunny miró su reloj e intentó no perder la paciencia, porque con Betty enloqueciéndola ya era bastante como para también dejar que el idiota irresponsable de Max Taylor la jodiera aún más.

—Seguro ya está cerca —murmuró, aunque la frase era para calmarse a sí misma, porque Betty no era tan ingenua como para creerle.

—Quedamos de encontrarnos aquí a las cinco.

—Lo sé —Sunny no pudo evitar el suspiro que se le escapó de la garganta—, pero apenas son las 5:20.

—Tengo calor —volvió a quejarse el engendro—. Quiero darme una ducha.

Sunny bufó, pero no dijo más.

Unas horas atrás le había parecido fantástico que Betty tuviera muy claro cuáles cosas quería hacer, pero no pasó mucho tiempo antes de que se enterara de que estaba en un error. Betty, como fiel hija de su madre, tenía con ella una hoja de máquina escrita a mano por ella misma, demasiado manoseada, por lo que Sunny pudo ver, y decorada con stickers y brillantina, en la que ponía un programa detallado de las cosas que quería hacer en el fin de semana.

Con una niña normal una visita al museo sería tan simple como conducir por una hora, ver cosas, jugar un poco, comer helado y rodar de vuelta a casa por una hora más. Con Betty, había significado un montón de actividades que comenzaban con una parada estratégica en el Golden Gate, que debió ser menos largo de lo que resultó al final, porque los estacionamientos estaban imposibles, solo para que la niña se tomara fotos; luego pasar el resto de la tarde metida en un museo infantil en el que Sunny no encontró nada interesante, pero que por alguna razón a Betty le causaba fascinación.

Ahora, según las especificaciones del pequeño monstruo, debía ir al hotel que ella y Kristal habían reservado antes y en el que ya habían dejado sus cosas, tomar una ducha y luego salir a comer lo que fuera que a la señorita se le ocurriera. Al día siguiente tenían pautada una visita a Port Lime, otra de las muchas cosas que Sunny no entendía por qué a Betty le interesaban.

Max, que ni siquiera tenía una razón para estar allí, había desaparecido tan rápido como el auto se había detenido en el aparcamiento del museo. No dijo dónde iba ni por qué y Betty solo atinó a decirle que el lugar cerraba a las cinco y que a esa hora se marcharían al hotel con o sin él.

Y justo en ese momento, con casi treinta minutos de retraso, el muy descarado aparecía como si nada hubiera sucedido. Se veía quemado por el sol y algo sudado, pero por alguna razón, pese a su horrible aspecto, sonreía.

Sunny sintió ganas de preguntarle qué hacía allí. ¿Por qué gastar su fin de semana en irse con ellas cuando nada de eso le interesaba? Ni siquiera había entrado al estúpido museo. Y la excusa de Kat Taylor se había caído demasiado rápido; la señora ni siquiera llamó, como había estado esperando, sino que les envió mensajes de texto a sus hijos. ¡Mensajes! A Betty le decía sin rodeos que estaba en problemas, a Max que ya hablarían cuando regresara a casa.

Para Sunny había sido todo un shock los primeros minutos, debía admitir. Ella no pretendía tener hijos jamás, pero si los tuviera y se encontrara a kilómetros y kilómetros de casa y sus hijos la desafiaran de aquella forma, de seguro tomaría mayores medidas que un texto diciéndoles que tan en problemas estaban. Aquello era tan patético que no se decidía entre las ganas de reír y la rabia de que a Kat Taylor sus hijos, sobre todo Betty, le dieran igual.

Claro que todo eso se había ido al carajo cuando llegaron al tonto museo y el golpe de calor la hizo olvidar incluso su nombre.

—¿Dónde estabas, Max? Dijimos a las cinco —se quejó Betty.

SunnyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora