SIETE

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Cuando volvió de su visita al súper mercado apenas habían pasado diecisiete minutos y todo estaba igual como lo había dejado; la casa estaba en silencio, pero no es que soliera ser distinto. Dejó la bolsa y sus llaves con una extraña sensación en el estómago, una corazonada, tal vez, y subió las escaleras.

El segundo nivel de la casa estaba igual de silencioso. La puerta de la habitación de Betty se encontraba cerrada y por primera vez en el tiempo que llevaba allí, Sunny pensó en no tocarla y entrar sin avisar. Se sentía como en la escena de una película de terror de bajo presupuesto, incluso sus pasos se ralentizaron sin que pudiera notarlo.

A último momento se decidió a tocar, porque no era tan estúpida como para pensar que un viaje de diecisiete minutos para comprar doritos y el permitirle quedarse en casa las convertirían en amigas o haría que Betty dejara de ser la mocosa caprichosa y temperamental de siempre. No obtuvo respuesta.

Para cuando tocó la segunda vez su corazón estaba más acelerado que la vez que su madre la atrapó diciéndole a Susan que el removedor de pintura era crema para después de afeitar. Abrió la puerta diciéndose que mataría a esa maldita niña. En su mente, la veía tirada en la cama esperando a que entrara para soltar uno de sus comentarios desagradables, o encerrada en el baño diciéndole que necesitaba paz y privacidad (como ya le había dicho antes) y se ponía aún más furiosa.

Sin embargo, el lugar estaba vacío y tan ordenado como lo dejaron esa mañana antes de marcharse. Eso era algo que debía reconocerle al monstruo, Sunny sentía que debía avergonzarse de que Betty Taylor, a los once años, fuera la persona más ordenada que conocía. La cama era tendida en la mañana con esmero, cuidando que ninguna de las esquinas estuviera más o menos larga que la anterior, para que el edredón quedara a exactas cuatro pulgadas del suelo. Cada día antes de salir la niña organizaba los cojines de manera simétrica y así continuaban, lo que era una clara evidencia de que en ningún momento se había ido a la cama, como dijo que haría.

La puerta del baño estaba abierta y desde su lugar Sunny podía ver que allí no estaba. Salió de la habitación y volvió a la cocina; antes de salir le había dicho que se quedara a terminar su fruta, así que era probable que aún se encontrara por los alrededores. La cocina, como la habitación, estaba vacía. El plato con fruta que había dejado sobre la encimera unos minutos atrás ahora estaba en el lavadero, aunque era evidente que no había comido ni un solo bocado.

Mataría a esa niña.

Respiró profundo y se preguntó dónde más podía haberse metido, pero no se le ocurrió otro lugar de la casa en el que Betty disfrutara más entrar que en su habitación. De todos modos, fue hasta el cuarto de música, nunca sabía cuándo el humor de la niña volvería a cambiar y pediría regresar con sus lecciones de violín. Fue un viaje en vano, pues la habitación estaba más vacía que el resto de la casa, si acaso era posible.

Volvió a la cocina y salió hacia el área de la piscina, aunque ya sabía que no la encontraría allí. El lugar tampoco era tan grande como para darle la oportunidad de esconderse, así que Sunny se devolvió desde la puerta.

¿Dónde se había metido el clon de Satanás?

—¡Betty! —Gritó volviendo a subir las escaleras. Para esos momentos, los latidos de su corazón parecían más un leve zumbido — ¡Betty!

No recibió ninguna respuesta, aunque tampoco la esperaba. Se detuvo en medio del pasillo a pensar en qué lugar podía estar metida la mocosa, pero los nervios no la dejaron esperar a que su cerebro le arrojara resultados. Intentando contener la histeria que amenazaba con aflorar desde su interior comenzó a buscar en cada una de las habitaciones; primero a las que no tenía restricción, las de invitados. Pero Betty no estaba en ninguna, ni en los baños, ni en los balcones, ni debajo de la cama...

SunnyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora