En una noche de lluvia - Parte 2

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El clima del exterior es como un rugido. El cielo se parece al vacío, un lienzo oscuro interminable. La lluvia cae sin piedad en el suelo y forma charcos que crecen por el camino. La entrada a la recepción del hogar tiene una rejilla en el suelo por donde el agua cae hacia las tuberías, pero esta ha querido entrar de todas formas cuando abro la puerta y estiro mi brazo al exterior. Los goterones de lluvia se estrellan en mi mano descubierta con violencia, mojándola sin piedad alguna.

No está tan mal.

Bajo mi mano y salgo para que la lluvia caiga por todo mi cuerpo. Cierro mis ojos y levanto la cabeza al cielo, permitiendo que las gotas de lluvia resbalen por mi cara y el frío adormezca la zona adoloridas por el golpe. Inspiro hondo sacándome de encima toda preocupación, liberándome de todas las cosas que hasta ahora me han salido mal.

—¿Qué haces?

Volteo. Hell está asomada en la puerta, con los ojos azules teñidos de oscuridad y una expresión de confusión.

—¿No es obvio? —Suelta un jadeo al no esperarse aquella respuesta—. Debes formular bien la pregunta.

—¿Por qué lo haces? —pregunta esta vez, pero yo no sé qué responderle, solo lo hice porque nació en mí.

Me encojo de hombros y vuelvo al interior. En la recepción, encima de los cartones sucios, me paso una mano por el rostro para quitar el exceso de agua. Hell y la recepcionista me observan como si estuvieran frente a un demente.

Quizás lo estoy.

Me quedo de pie junto a la puerta, mirando hacia el exterior.

—Ya entiendo... —pronuncia Hell cuando se posiciona junto a mí—. Lo recuerdo: en la lluvia la ves a ella. Floyd, ¿no es así? Así fue su último beso.

—Algo así.

Desde que tuve la charla con Floyd en la pasarela aquella vez, la lluvia dejó de parecerme la misma. Y en el funeral, cuando empezó a llover, creí sentirla presente. Pero después de un tiempo, concluí que solo era eso: lluvia. Agua cayendo del cielo, en otras palabras. Y que más allá del recuerdo de nuestra charla, tenía que aceptar que Floyd no estaba en cada gota que sentía, por mi bien. Porque era doloroso recordarlo.

Ahora solo me gusta empaparme.

—Vas a coger un resfriado estando así. —Hell se quita la frazada y la pone con torpeza sobre mis hombros—. Te creí más listillo, ¿sabes? El golpe en la cabeza debe estarte afectando.

Acomoda la frazada y me obliga a que la sostenga. Ella queda descubierta frente a mí, con una chaqueta que parece no abrigarle del todo, pues por mucho esfuerzo que intente, su cuerpo se estremece . Sus hombros están elevados, rígidos, y se cruza de brazos para almacenar el calor. En la lúgubre habitación, sus ojos siguen viéndose de un color oscuro, pero el brillo que tienen parecen irradiar una extraña luz cálida y maternal que va en compañía de una sonrisa.

—No tienes que hacer esto —le digo.

—Ya lo hice. Tómalo como un agradecimiento por ir a dejarme.

Bajo la mirada a sus labios; el inferior tiene la herida visible y está algo hinchado. Se lo relame cuando acaba de hablar y yo me doy cuenta de que imito su gesto, notando la sensibilidad de mi herida.

Un beso accidental —sí, por mucho que insista en ello, no es un simple choque— suena como el desvarío cómico y muy conveniente de alguna escritora con ganas de plantear un acercamiento entre los dos protagonistas. En pocas palabras, una locura insana. Pero cosas así también pasan en la vida real. Y a mí me ha pasado dos veces: con un hombre al que ni conocía y ahora con Hell.

FelixDonde viven las historias. Descúbrelo ahora