Antín ya no podía tolerar a Borges. No le ocasionaba nada más que problemas. Los secretos que se tenían estaban causando que no sólo fuera cada vez más difícil hablar cara a cara, sino que ambos buscaran a sus espaldas alguien para reemplazar el papel que el otro ocupaba en sus vidas. Antín ya tenía planeada la derogación de Borges como líder entre los presos. Estaba harto de que el tipo se cagara en el acuerdo que habían llevado a cabo años atrás.
—Poné día y hora, cagón —retó Borges ese día, agresivo y altanero, con los ojos saltones de bronca.
Antín lo miró en silencio, sintiendo muy dentro de sí que su orgullo estaba siendo machacado nuevamente por un hombre al que nunca respetó.
—¿A mí cagón? —replicó, su voz estrangulada.—A vos cagón —respondió el otro rápidamente, asintiendo la cabeza en su dirección. Sus ojos lo recorrieron de pies a cabeza despectivamente.
Ese fue el límite para Antín. Se volteó tranquilamente para caminar hacia la puerta bajo la mirada de Mario. Los encerró a ambos en la habitación con la llave de su bolsillo y se deshizo de ella, volviendo a conectar miradas con el hombre.
—¿Qué haces? —cuestionó Mario, a pesar de saber muy bien lo que estaba a punto de suceder.
El director se deshizo de su saco, y contestó mientras se sacaba los anteojos.
—Pongo día, que es hoy —un tirón al nudo de su corbata bastó para aflojarla ligeramente—, y hora —terminó, avanzando y empujando a Borges, que no tardó en reaccionar. Las venas saltaron en su cuello y su rostro se enrojeció.
Los segundos en los que se midieron mutuamente hicieron sonreír a Antín. Arremetió contra el cuerpo robusto de Borges, recibiendo una trompada que volvió su visión borrosa, pero no tardó en recuperarse. Él era un hombre de traje y corbata, pero nadie llegaba a una posición como la suya sin haberse despeinado un poco.
Devolvió el golpe desprolijamente, y comenzaron un ida y vuelta de avances sin que ninguno ocasionara un daño real. Los jadeos de ambos hombres resonaban entre las cuatro paredes.
Llegaron entre empujones y pellizcos al sillón negro, donde Antín consiguió someter el cuerpo de Borges debajo del suyo. En un arrebato de ira usó ambas manos para estirar la piel del rostro viejo que tanto detestaba.
Borges se quejó. Utilizó su propia técnica antes de que Antín pudiera voltearse para evitar el toque de sus manos callosas sobre la piel de su rostro, y así comenzaron a tironear en algo que podía ser clasificado de muchas maneras, mas había dejado de ser una pelea seria minutos atrás.
Antín estuvo tentado a tirar del pelo sucio de Borges, darle un rodillazo en los huevos, consideró incluso un codazo en su enorme panza, sin embargo, cuando se vio libre del agarre del hombre, arremetió con su propia cabeza.
—¡Ah, hijo de re mil puta! —se quejó Borges. El cabezazo le hizo sangrar el labio, y Antín, distraído riendo, no se percató de que aún estaba peligrosamente cerca de su alcance. Borges aprovechó la cercanía, y usando todo lo que tenía en su poder, se acercó para atrapar el labio inferior del director en sus dientes. Mordió con fuerza, sacando sangre y un grito dolorido del hombre. Tuvo que soltarlo cuando de un manotazo, Antín se apartó.
—¡Uh, la puta que te parió! ¡Gordo hijo de puta!
Antín apretó con la zurda su labio herido, y con la diestra tapó su boca para frenar el sangrado. Borges comenzó a reír estrepitosamente, aún tirado boca arriba sobre el sillón.—Eso te pasa por puto —contestó simplemente, enderezándose lentamente para mirar al canoso con una sonrisa socarrona.
Antín sentía que su cuerpo se retorcía de ira, pero también de cansancio. Con el último aliento que le quedaba, decidió en lugar de insultarlo directamente, acercarse, tomando a Mario por sorpresa, sosteniendo los costados de su cara y, cerrando los ojos, comenzó a besarlo.
Las manos de Borges intentaron apartarlo, pero persistió en su agarre, y cuando sintió que el otro comenzaba a mover los labios, no tardó en atrapar el inferior y morder. Borges gritó, y pronto pudieron saborear la sangre de ambos mezclándose en sus bocas. En lugar de apartarse, Borges lo apretó con fuerza a su propio cuerpo, los dos hombres cediendo al deseo por contacto, comenzando una lucha por la dominación con sus lenguas, mordiendo con saña, pellizcando lo que tocaban, frotando sus pieles con odio. Erecciones ya asomaban en los Fahrenheit de Satén y en los pantalones de Adidas, las caderas ansiosas de Mario ya encontraban a las erráticas de Antín.
—¿Ya vas a acabar, viejo precoz? —preguntó Antín con desprecio, mientras Borges lo sostenía en su lugar para seguir arremetiendo contra su cuerpo y perseguir la sensación que se le escapaba. Antín sintió asco, odio y regocijo al ver la desesperación de los movimientos del hombre—. Me encantaría que te vieran así los lameculos que te siguen como si fueras un Dios —escupió la sangre que aún brotaba de su labio, y en un segundo, el orgasmo lo golpeó con la misma fuerza con la que Borges le metió una piña por su comentario.
Fue empujado por el golpe. Tirado en el suelo, transpirado y empapado en los pantalones, escuchó el clímax de Borges. Se sentó sintiendo su vientre cosquillear, y cuando conectó miradas con el interno, la puerta se abrió estrepitosamente.
—¡Ay, por Dios! ¿¡Pero qué pasó acá!? —gritó Lucrecia, exaltada y con el horror escrito en sus ojos celestes. Unos guardias venían detrás de ella, aproximándose a paso acelerado para levantar a su jefe del suelo. Uno de ellos levantó a Borges, que se retiró de su toque.
—Salí, la concha de tu madre —se adelantó con la voz ronca y las piernas temblando. Mario se enderezó por su cuenta y le dedicó una mirada de desdén a Antín—. ¿Te vinieron a salvar tus nenes?
Ironía, gracia, secreto en su voz. Antín hizo un gesto con la mano mientras le hablaba al guardia.
—Fuera, fuera. Fuera con el sorete, vamos.
La agitación interrumpía sus palabras. Una vez de pie, observó como Borges era llevado fuera de su oficina.Conectó miradas con Lucrecia, que parecía interrogar con los ojos, y sin ganas de responder, se volteó y pateó ligeramente el sillón. Escuchó los tacones de su asistente alejándose, y cuando volteó, se encontró con la mirada de pura desaprobación del abogado.
—¿Cómo le va, doctor? —preguntó, acomodando disimuladamente la parte delantera de su pantalón—. Un poco de gimnasia —dijo, con un ademán nervioso.
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