El jabón en la ducha [Diosito/Moco]

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Diosito está drogado, pero eso no es nada nuevo. Moco está sentado a su lado, su cabeza balanceándose torpemente. Están solos en el pabellón, y Diosito tiene una duda, un deseo enterrado en lo profundo de su mente, una comezón de curiosidad que pica y pica y tortura y crece.

Recorre con su mirada al pibe más joven, loco y perdido. Fácil de manejar, de dominar, de mover. Diosito parpadea y escucha a Mario en su cabeza decir que somos los Borges y tomamos lo que queremos.

—Vení, Moco —le pide, y se arrepiente, él es un Borges y él debe exigir—. Vení te dije.

Moco casi no puede sostenerse de pie y eso hace que Diosito piense qué bueno, qué oportuno.

Cuando está frente a él, no pide permiso, por supuesto, para meter los dedos en su pelo negro bien lacio y suavecito. Se pregunta qué clase de cuidados habrá tenido el chetito para seguir teniéndolo así después de haber pasado varios días encerrado en este pozo. Se deleita cuando Moco sigue con su cabeza el tacto de su mano, y tira el porro a un lado para poder concentrarse en lo que quiere. Ya se puede lamentar después.

—¿Alguna vez un hombre te tocó así, Moco? —tantea. Coloca el cuerpo ajeno casi dormido sobre la cama, metiéndose entre sus piernas blandas. Se emociona cuando la reacción del pibe es nula, sus manos buscan equilibrio pero nada más. Moco asiente, o niega, o simplemente se marea.

Siente piel suave y cuidada bajo la remera rota que le prestó, cheto de pies a cabeza. Cuerpo sensible y chico entre sus manos. Tocarlo se siente como corromper, como tener el control finalmente. El poder subiendo a su cabeza. Y Diosito chupa moretones en la piel blanca y limpia con desesperación, trata de no perderse detalle de los ojos desorbitados y extasiados del pibe bajo su cuerpo.

—¿No me chupas la pija? —pregunta el pendejo atrevido, con esa voz baja y gangosa. Diosito quiere decirle que deje de ser tan mandado, pero se ríe porque le encanta, le calienta la manera tan sincera en que se lo pide. Está drogado pero no lo suficiente como para no entender lo que está pasando.

—¿Sabes lo que es chupar una pija vos, Moco? —pregunta en cambio porque le interesa saber. No se imagina que un consentido como Moco haya sido tocado por manos malintencionadas jamás en su vida, pero siempre hay una primera vez.

Labios rojos e hinchados quieren responderle pero pronto están atrapados entre sus dientes descuidados y podridos. Diosito bebe de la imagen, se frota sin pudor sobre la ropa de marca y aprieta el lujo en sus manos pobres. Moco dice cosas en susurros, cosas que Diosito no puede entender. Está babeando por todas partes, sus jadeos manchan la piel del pibe y sus insultos acorralan su mente.

—Me parece que te voy a tener que coger, Moco. ¿Sabes? —advierte, ansioso. El pibe está ido, asiente, tira su cabeza hacia atrás y abre las piernas. Diosito piensa que accede porque no lo aparta, no niega ni afirma, no se asquea ni se deleita.

Entra seco y doloroso después, sin medir el tiempo que le tomaría al otro acostumbrarse a su tamaño. Es tan apretado que le saca el aire. Moco solloza y quiere apartarse, pero Diosito lo sostiene de las caderas y amenaza sobre su boca.

—Quedate quieto o te voy a tener que cachetear las nalgas.

Diosito sonríe porque recuerda haber escuchado a Marito decir eso alguna que otra vez.

Mario estaría orgulloso de él. Diosito imagina que así debe sentirse ser grande, poderoso y temible como su hermano. Pero, ah, cierto. Se suponía que cuidara al pendejo como si estuviera hecho de porcelana, que evitara que alguien más le hiciera lo que precisamente estaba haciendo él en este momento. 

Mejor yo que otro.

Quizás Moco ya se desmayó, pero él comienza a moverse sin darle la más mínima importancia. El chasquido de sus caderas sobre el culo virgen de Moco hace que arda en llamas, casi como la primera vez viendo porno y haciéndose la paja. Moco es tan erótico debajo suyo, transpirado y aguantando las ganas de vomitar. Diosito lo mueve hasta que su cabeza golpea la pared y las patas de la cama hacen un chirrido irritante. No le importa, está salvaje y necesitado, como todos los monos encerrados en el penal. 

Eyacular, eyacular, eyacular, eyacular.

Acaba gruñendo y casi ahogando al pendejo con sus propias manos. Una luz de consciencia alumbra su mente luego del orgasmo cuando ve lágrimas en los ojos cerrados de Moco.

—¿Tanto te gustó? —pregunta con falsa gracia y el terror arrastrándolo desde adentro. 

Moco quería esto también, se lo dijo... ¿No?

Hay sangre en las sábanas.

Espera que Marito no se entere, e incluso si lo hace, no importa.

Diosito no es ningún violín.

—¿Moco?

ROSARIOS DE COLORES | EL MARGINALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora