César, cubierto en mierda, sangre y transpiración, tuvo que escuchar el llanto de pérdida de Carla. Pedrito se apoyó en él, soltando lágrimas silenciosas y limpiando con ellas la suciedad de su rostro. Él no hizo más que darle una mirada de circunstancia a la licenciada, que sostenía como podía a la pobre adolescente mientras se deshacía en sus brazos, angustiada por el infierno que tuvo que pasar y, seguramente, con la última imagen de su hermano atormentando su mente: Oaky, apuñalado y sometido en las garras de Pantera.
En ese escenario de derrota cuando en realidad habían obtenido una victoria merecida, César sacó a Pedrito de la celda y le pidió al recluso que los acompañaba que sacara a Emma y a Carla de ese lugar.
Al día siguiente, bajo los primeros rayos del sol, se despidieron de Oaky. Con las palabras de Carla haciendo eco en su mente, avanzó para abrazarla con la misma fuerza con la que Oaky se había revelado ante el imperio del Sapo Quiroga.
—Garca —fue lo último que César gritó a Mario Borges, quien se había cagado en el esfuerzo de los pibes, dándose la vuelta y cerrando las puertas del patio a sus espaldas.
César dejó salir una lágrima frustrada, agachando la cabeza y pidiendo perdón a las cenizas esparcidas de quien una vez había sido la razón por la que la Sub 21 pudo alzarse y ser libre entre las rejas.
Tocan a uno y tocan a todos, había dicho Oaky. Poco sabía que si lo tocaban a él, el dolor llegaba de lleno a César.
[...]
Nada había cambiado desde la muerte del Sapo. Los Borges eran ahora quienes sustituían su papel, siendo Mario el mandamás, teniendo siempre a su grupo de nuevos sapitos chupándole el orto.
Junio había empezado, y el patio nunca se había sentido tan frío.
—Mario me dijo que había que esperar un poco más todavía —repetía Pikachu, ridículamente crédulo. El perrito fiel, creyendo las palabras del viejo panzón mientras se esforzaba por encender una fogata para que los pibes no murieran de frío entre todas las frazadas con olor a meo sobre maderas húmedas.
—Cerrá el orto, Pikáchu —renegó César, más alterado que de costumbre.
—Eeeh, ¿qué onda? ¿Estás en tus días?
La voz del tatuador era burlona, pero a nadie le hizo gracia. Todos estaban muy ocupados tiritando.
César chasqueó la lengua y se volteó, cerrando los ojos en un intento por dormir. Tenía la esperanza de no despertar esta vez.
—Si todos nos pusiéramos de acuerdo, podríamos hacer que estos guardias de mierda nos dejen estar en los pabellones al menos por las noches
La voz de Oaky sonaba segura, llena de valor. Sus manos se frotaban entre sí insistentemente, el calor no llegaba a ellas.
César lo miraba como siempre, maravillado, cautivado por su manera de ver la vida, de expresarse, de ser amigo de todos sin la necesidad de joder a nadie. Incluso con el rostro entumecido por el frío se le escapó una sonrisa.
—No nos van a dar bola, para ellos es mejor que se mueran todos los lacras de acá —dijo en un intento de broma. La sopa que servían en el comedor no era lo suficientemente caliente para hacerles soportar estas horas en el patio, pero tal vez el humor, tal vez la presencia de Oaky...
Oaky lo miró con una sonrisa.
—Nos quieren muertos a todos los lacras, ¿eh? —replicó.
Todos lacras menos vos, pensó César, dulce y cálido como la mirada de Oaky. César casi no podía sostenerla cuando toda su atención estaba sobre él, aunque la amaba. ¿Qué veía Oaky cuando lo miraba así? ¿Qué pensaba? ¿Qué sentía?
—Qué frío de mierda, la puta madre —comentó estúpidamente, los golpeteos acelerados de su corazón volviéndolo loco.
—Sí, hace demasiado frío en este penal del orto.
César, quieto, hambriento, sucio, cagado de frío y hasta las manos por Oaky, soltó en un susurro:
—San Onofre es demasiado frío para vos.
La sonrisa de Oaky se volvió suave. César podía decirles cosas como esas a él y sólo a él, porque nadie más lo entendería.
Ni el invierno más frío iba a poder congelar el amor que crecía cada vez que miraba a Oaky.
—¡César, la puta que te parió, levantate!
—¿No estará muerto, che?
—Dale boludo, viene Capece, ¡Eh!
César abrió los ojos entre sacudidas y gritos.
—¡¿Qué mierda pasa?!
Pedrito fue quien respondió.
—A bañarnos boludo, dale. Arriba, bella durmiente.
—La concha de tu madre... —susurró, sacando el cuerpo del colchón y siguiendo la fila.
Cuando salgamos, ya no va a hacer frío. Nunca más.
César suspiró.
n/a: Gracias por leer.
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ROSARIOS DE COLORES | EL MARGINAL
Fiksi PenggemarRelatos de San Onofre, tierra de nadie.