Dios se vio traicionado. No hubo dolor más grande que aquel que le provocó la realización de la mentira, el ardor de la confianza rota, la furia del corazón despechado.
—¡Pará, boludo! ¡Pará! —insistía en gritar Pastor, sometido en el piso húmedo y manchado en la evidencia que lo condenó. Él se iba a ir, y con él se iba a llevar el amor prohibido que Juan Pablo le había dedicado, con sus humildes y poco ortodoxas formas.
—¡¿La sentís?! ¡¿Te tengo que coger para que me hagas caso?! —preguntaba Diosito, como un niño que sufre el dolor de un capricho no cumplido, sumergido en sus propias lágrimas frustradas y su anhelo reprimido. El cuerpo del traidor todavía caliente y mojado le pedía cercanía, y sus manos temblaban al sostener su cuello.
Pastor desistió de moverse y supo, inteligente como era, que a Diosito realmente no le importaba su nombre ni su antigua profesión. A Diosito le molestaba la mentira, le molestaba sentirse ajeno y excluido, apartado como se veía, opacado siempre por la sombra de su hermano. Entonces respiró hondo, y sí, lo sintió.—Dejame hablar, eu. Hablame un toque, dale —pidió entonces, suavizado y bajo.
Juan Pablo tambaleó.
—¿Qué querés? —cuestionó, suspicaz.
—Te quiero mirar a los ojos —declaró Pastor, con el arma todavía en la nuca—. ¿Te puedo mirar a los ojos? —preguntó, otorgándole al otro una falsa sensación de control.
Y tal como lo quería, Diosito lo soltó lentamente. La oscuridad los rodeaba y los escombros llenaban de polvo el aire. Pastor volteó en libertad, y miró en los ojos rojos de su enamorado. Aún tirado en el suelo y con el arma midiendo sus movimientos, se acercó.
—Escuchame, yo soy tu amigo, Dios —probó, y lo vio reaccionar con la quietud. Procedió a levantar las manos y buscar más contacto—. Tranquilizate un poco.
—¿Amigo? —preguntó Juan Pablo, como en trance.
—Yo te quiero a vos, yo te quiero a vos, hermano —dijo, sin aliento y con el mayor sentimiento del que fue capaz. Diosito mostró debilidad en su expresión, y Pastor supo que estaba bien encaminado—. Vos sos mi amigo, vos me salvaste la vida acá adentro. Si yo no te tenía, yo me moría acá.
Había algo de verdad en sus palabras, sí. Mientras hablaba, más pretendía erguirse y llevar su mano a un costado del rostro perdido de Dios, buscando un lugar fijo en el que apoyarse.
Estaba herido. Pastor iba a curarlo si le convenía.
—Nosotros ahora nos podemos escapar juntos, ¿entendés lo que te digo? —propuso, cada vez más cerca de Juan Pablo, sintiendo su aliento y rozando más su cuello—. Dale, boludo. Yo te quiero. Hacemos mierda la reja y nos vamos afuera.
Ya tocaba a Dios con su mano, el arma olvidada sobre el suelo. El pibe había dejado de mirarlo como si quisiera matarlo, para mostrarle con toda su transparencia las ganas que tenía de creerle, de ceder ante él. Pastor lo haría ceder.
—Sos mi amigo, boludo, ¿eh? —susurró, meloso. El labio de Diosito tembló antes de envolverlo con los suyos, besándolo fuerte y luego lento, sosteniéndolo para que no se fuera, convenciéndolo de que podían cruzar esa línea.
Diosito se deshizo en temblores debajo de su toque. Hubo un momento de duda, pero una vez se dejó ir, lo abrazó y tocó con una devoción que Pastor desconocía. No permitió sentirse culpable de aprovecharse del amor que el pibe le tenía, y cerró los ojos con fuerza cuando decidió treparse sobre sus piernas, rodeando su torso con las suyas y haciendo que sus entrepiernas se froten sobre la ropa.
—Te quiero, te quiero —siguió susurrando Pastor, tomando equilibrio en los hombros anchos de Diosito y frotándose más.
—¿Y la puta esa? ¿La Molinari? —preguntó Juan Pablo, agarrándolo con fuerza de las caderas y mirándolo con un resentimiento renovado.
Pastor no se permitió tener miedo. Sonrió con dulzura y sostuvo la cabeza del pibe con ambas manos.
—Yo te quiero a vos, a vos y a nadie más —jadeó, disimulando una mueca cuando Dios ya estuvo duro debajo suyo.
—Decime que me querés. A mí, a mí solo —pidió él en un gemido, abriendo más las piernas y girando las caderas de Pastor sobre su cuerpo.
Pastor se acercó a su boca y siguió rodando sobre su erección.
—Te quiero, Juan Pablo. Si yo te tuviera, si vos vinieras conmigo, me tendrías así todos los días. ¿Sabés las cosas que te haría?
Dios gimió, y reclamó sus labios nuevamente.
Pastor presintió que se acercaba al borde, por su pelvis errática y sus manos bruscas. Así que abrió los ojos en medio del beso, y encontró el arma cerca de sus muslos.
Se separó, estiró la mano y la tomó.
—Te quiero, Dios.
—Pastor... —jadeó el pibe, los ojos fuertemente cerrados y la lengua atrapada entre sus dientes.
—Te quiero —respiró sobre su piel una última vez antes de jalar el gatillo, apuntando justo sobre la sien del otro. La sangre manchó su costado y salpicó gran parte de su rostro. Se alejó con rapidez y se levantó, mirando el cuerpo tirado delante de sus pies.
Le dedicó unos segundos de silencio, secando el sudor de su frente.
—Te hubiera querido —confesó Pastor en un susurro. Santiguó con los ojos cerrados, y se fue, olvidando lo sucedido con cada paso.