Tu cabeza en mi hombro [Patricio/Diosito]

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—Vos y tus mezclas raras, Doc...

La voz de Diosito se distorsiona en sus oídos, su imagen baila y el cielo parece llamarlo. Es de día, demasiado temprano para estar tan drogado, pero Patricio perdió la cuenta del tiempo desde que entró al penal.

—Está copado igual, ¿no? —pregunta arrastrando las palabras, o así le parece en su cabeza llena de aire. 

Diosito asiente y se recuesta un poco más a su lado, un movimiento involuntario. Estaba acostumbrado a las drogas, pero al pibe le había pegado fuerte la mezcla justa de medicamentos. Patricio se siente un poco orgulloso de mantener su precisión en las medidas, y hasta nostálgico de los tiempos en los que habituaba a esto con sus compañeros de facultad.

—Sí, qué sé yo, no entiendo nada...

Diosito normalmente tiene una voz cómica y difícil de olvidar. Patricio se encuentra riendo vagamente, y casi sin querer entenderlo, se pega más a su hombro.

Después de todo, el menor de los Borges es el único que le dio una mínima sensación de comodidad entre tantas miradas depredadoras.

Siente un escalofrío al recordar la voz gangosa del hombre que le dio la bienvenida al penal. Se le aprieta el pecho de sólo escuchar las risas y los piropos que los pibes le tiran cada vez que camina por los pasillos. Todos ellos perversos y malintencionados.

Pero con Diosito es como estar afuera de nuevo.

—Vos no tendrías que estar acá —dice Diosito, y sube una pierna sobre la suya.

No es incómodo, al contrario, se reconforta con el contacto. Las sábanas rotas que sirven de cortinas en la choza les regalan este momento de privacidad. Patricio no hace más que aceptarlo.

—Siento que vos tampoco —contesta, y no está preparado para la mirada conmovida del pibe tras sus palabras.

—¿En serio me decís? —suena como un nene, esperanzado, crédulo. Patricio piensa que todos se sienten así acá, muy en el fondo.

—En serio. Sos un buen pibe, sos mi amigo —dice sin peso en sus palabras. Puede jurar que los ojos de Diosito se llenan de lágrimas.

—Gracias, amigo. Te quiero —le suelta entonces, meloso, y apoya su cabeza en su hombro. Hasta le deja un beso amistoso en el cuello. Patricio no se aparta porque él también lo quiere.

¿Qué quiere, exactamente? Quiere dormir sin pesadillas, bañarse sin frío, caminar sin miedo, sonreír sin falsedad. Salir, quiere tanto salir.

—Yo también... —contesta en un suspiro, y entrelaza sus dedos pálidos con los callosos y bronceados de Diosito.

[...]

—Te vas, Doc —le repite el pibe, cubierto en tierra y sangre. El guardapolvo rojo que usa está rasgado, sus ojos desenfocados lo miran firmemente.

Patricio ya no está drogado, está más cuerdo que nunca, y siente que su corazón vibra en su pecho.

—¿En serio? —atina a preguntar.

Diosito lo toma de los hombros y le explica paso a paso la manera de conseguir la libertad, con una seriedad poco propia de él, y una nobleza poco propia de cualquiera.

—¿Entendiste? —pregunta por último, decidido.

Patricio asiente, y es natural sentirse conmovido. Tocado por el gesto. Abraza al pibe sin pensarlo, el toque de sus cuerpos siempre es reconfortante, jamás se ha sentido encerrado en compañía de Diosito. Comienza a susurrar todo su agradecimiento sobre el hombro de Diosito, una superficie dura de la que se sujeta. Todo en Diosito es seguridad y fuerza en este momento, lo que le impide vacilar para sujetarlo de la nuca y mantenerlo cerca, alargando su despedida hasta que el pibe tiene que apartarse.

—Te espero afuera —saluda Patricio, dándole una cachetada amistosa y una sonrisa que está a punto de caer. Suena como una promesa.

Diosito le sonríe y le indica con la mano que se apure, y Patricio está seguro de que no lo va a olvidar nunca.

[...]

Cuando sale de la camioneta, una calibre 22 apunta entre sus cejas, sujeta por las manos precisas de una mujer de ojos claros.

—¿Quién poronga sos vos, flaco? —pregunta ella, y él balbucea.

El timbre de un celular es su campana salvadora. La mujer atiende la llamada, y Patricio puede escuchar la ronca voz de Mario Borges diciendo su nombre desde el otro lado de la línea, aclarando que no es ningún colado.

—Así que te sacó Diosito... —Gladys comenta vagamente, con una sonrisa de costado y el arma escondida en su calza—. Tenés suerte, pibe. Diosito es un amor.

[...]

Años después, él está dentro de una ambulancia, y Diosito está postrado en ella, inconsciente, sangrando, casi muerto.

Y él lo trae de vuelta a la vida, sus movimientos una respuesta instantánea al pánico que siente de ver al pibe de esa manera.

Tras sus esfuerzos, Diosito se levanta y le sonríe, los ojos oscuros y las manos quietas a sus costados.

—¿Me extrañaste, Doc? —pregunta con su voz, esa voz que sigue siendo tan cómica. Es recibida con un latido de reconocimiento, de puro afecto.

Patricio lo abraza como toda respuesta, y cuando Diosito le habla de venganza, de corazones rotos, de pastores y palacios, él sólo asiente.

Le debe la vida, y el pibe ya tiene su corazón, de todas maneras.

¿Qué más puede perder?

ROSARIOS DE COLORES | EL MARGINALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora