Cuando Patricio le pidió un respiro al Sapo, y el hombre aceptó con una sonrisa deforme, él creyó. Creyó desde lo más profundo de su corazón. Tuvo la esperanza de que lo dejaría tranquilo por al menos un día, que le permitiría una noche de sueño sin ser llamado para atenderlo, una mañana en la que pudiera bañarse sin ser arrastrado de las duchas en la mitad de su limpieza, una tarde de tomar un mate caliente y amargo como los que había acostumbrado en su anterior vida. Sólo pedía un segundo de olvido, un instante en el que pudiera pretender que no estaba encerrado con los animales del penal de San Onofre por lo que apuntaba a ser el resto de su vida.
Lo había creído como un hombre que confía en la palabra santa, y se había refugiado en su gangoso «entiendo lo que vos necesitás, doc» como si fuera su alabanza sagrada. No quería admitir que había sido dolorosamente ingenuo, pero él deseaba tanto estar tranquilo que había sido fácil ser cegado por los consuelos de su perturbada mente.
Entonces, cuando un muy ceñudo Morcilla lo sacó de su covacha antes de la medianoche, guiándolo por los pabellones en silencio, supo que no sólo había sido ingenuo, sino que había sido estúpido, y tratado como uno de ellos. Uno de esos salvajes, sucio y asqueroso.
—Lo único que te voy a decir es que de ésta te salvás por orden del Sapo, pero no va a volver a pasar. ¿'tamos, doc? —amenazó Morcilla, sosteniendo la cortina cerrada de uno de los apartados en la zona de las prostitutas.
Una prostituta. El Sapo le había regalado una prostituta.
—Morcilla, no quiero- Yo no pedí esto —dijo, en un susurro miserable. Morcilla lo miró con las cejas elevadas y carcajeó de esa manera repulsiva y jocosa suya.
—Entrá, perejil. Una hora.
Antes de poder decir otra cosa, Morcilla lo empujó dentro de la habitación y él tropezó sobre sus pies, chocando con el respaldo de la angosta cama que ocupaba casi todo el espacio. La luz era tenue, baja, a penas pudo distinguir la figura que descansaba sobre el colchón. Se le pusieron los pelos de punta. Él no quería. Ya lo estaba odiando de sólo pensarlo. La mujer que le habían traído seguramente había sido obligada, y rezaba porque al menos fuera una verdadera mujer y no una de las nenas que había visto entrar en varias ocasiones. Patricio no quería saber nada.
—No voy a hacer nada —soltó presurosamente, parado con las manos apretadas en puños.
La delgada figura se descubrió de las sábanas, y bañada por la luz mandarina del velador en el suelo, se reveló.
—¿Cómo que no, lindo? Y yo que te tenía tantas ganas.
Fiorella caminó hacia él, contoneándose vestido en una holgada musculosa blanca y levantando las palmas con la intención de tocarlo. Patricio no dudó en empujarlo bruscamente de vuelta al colchón, enfurecido.
—Quedate ahí, la concha de tu madre —dijo, apuntando al hombre con el dedo. No supo si fue un grito el que se atascó en su garganta o un llanto tan desesperado como necesitado.
Estaba cansado, y el nubarrón de angustia lo había rodeado, sofocándolo en lo que pronto se convertiría en un ataque de pánico.
Fiorella eliminó todo rastro de coquetería de su rostro y su temple se volvió incierto.
—Eh, tranquilo, doc —musitó, con tono sorprendido. Patricio estaba temblando demasiado, y se apoyó de espaldas en la pared antes de que su piernas dejaran de responderle.
—No doy más... —jadeó. Apretó el talón de las manos contra sus párpados con tanta fuerza que vio colores en la oscuridad.
—Uhm... —murmuró Fiorella. Quizás incómodo, o comprensivo, se quedó sentado y callado, observando al doc recuperar la compostura en largos minutos.