Charlie (3)

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El olor a brezo lo impregnaba todo; Charlie cerró la ventanilla del auto, maldiciendo para sus adentros. Había tomado el tren desde Inverness para llegar a tiempo a la cena anual que ofrecía su padre por el centro de estudios que habían formado; llevaba el nombre de Jane.

Esa era el verdadero motivo de su presencia. Pero era verdad que cada vez que estaba en el condado, en su tierra, se sentía un forastero, un idiota, un desgraciado; el chofer de Dunross miraba al frente con vista parsimoniosa. Charlie prefirió concentrarse en el páramo, a un lado de la carretera. Más allá, el azul del Atlántico ennegrecía el área limítrofe de Dunross, del que su padre seguía siendo arrendatario.

No había ovejas pastando, y toda la planicie estaba gobernada por motas purpureas; del viento se oía un murmullo casi insolente, parecido al de una tormenta temprana. Una hora atrás, Charlie se había prometido no dejarse apabullar por el recuerdo; pero era imposible.

Nunca se sentía más débil que cuando volvía a casa, una vez por año. Y su padre era cada vez más viejo, más enfermizo... No sabía si le asustaba o le llenaba de frenesí el darse cuenta de que, a través de los años, había conseguido perdonarle. Por silenciarlo. Por hacerlo a un lado. Por olvidarse de Jane tan pronto; Charlie aún la veía en sueños y, gracias a Dios, allí nadie podía hacerle daño.

Siempre que la soñaba, estaba en el páramo norte de las tierras altas, a donde iba caminando pese a la negativa de su padre. Podía verla tirada encima del brezo, con las piernas blancas y llenas de arañazos estiradas sobre los arbustillos; el pelo, rubio dorado, se le desperdigaba en la cama que formaban los ramos de flores púrpuras. Y, cuando Charlie la llamaba, ella se limitaba a sentarse y a mirar... Nunca sabía qué estaba mirando, pero siempre decía lo mismo.

Ellos existen.

Apretó los ojos tanto como pudo. Luego, presa de la fatiga que llevaba consigo desde hacía diez largos años, estiró la mano para encender el estéreo; Eco, el chofer de cincuenta años que se había convertido en un miembro tan necesario del servicio del castillo Dunross, evitó mirarlo directamente; todos los que laboraban para su padre, aun los que se dedicaban a mostrar la propiedad al público, preferían eso a mirarlo a los ojos.

Tenía la mirada inquieta, las cejas pobladas y un gesto perpetuo de dolor en la cara. Aunque nadie sabía por qué. Nadie sabía que soñaba casi todas las noches con su hermana muerta; nadie sabía que allí, en la cripta de los condes, habían enterrado un secreto poderoso. Y Charlie cargaba con esa culpa desde entonces. No era feliz, y nunca se había permitido serlo; en su carrera no encontraba pasión, ni amor, ni nada parecido. Encontraba, llanamente, un lugar a dónde estar sin ser molestado. Ganaba viajes por el mundo, libros de grosor terrorífico, entrevistas, artículos de divulgación científica, colegas preguntones; ganaba cuatro o cinco horas de sueño y un estado catártico todas las mañanas, cuando despertaba sudando frío, con la imagen de una Jane desangrada en la mente.

—Pensé que el castillo estaría abierto hasta bien entrado junio —suspiró, tras leer un anuncio en la entrada de la propiedad, donde decía que las visitas públicas quedaban suspendidas hasta nuevo aviso por motivos de remodelación.

Que él recordara, en ninguna carta su padre le había dicho que pensara modificar alguna parte del castillo. Charlie comprendió que se trataba de algo hecho con presteza; miró a Eco con las cejas fruncidas, mientras el chofer disminuía la velocidad del Mercedes.

—Al parecer el conde contrajo una especie de catarro —respondió—. Carice recomendó que guardase reposo.

—Catarro. —Charlie espiró todo el aire que había contenido, pero eso no lo tranquilizó ni un segundo—. Hace tres años enfermó de varicela y lo único que hizo fue cerrar un ala de Dunross.

Hombres OscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora