Alex (12)

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Sin moverse un solo centímetro, Alex contempló la pluma a la que había estado dándole vueltas en sus dedos por alrededor de media hora. La voz de George fluía por la habitación como el aire mismo. Sus años de sesiones privadas pasaron ante él como una pantalla no recíproca de vivencias terribles. Pero era obvio que no lo veían de la misma manera. Para Alex, aquello simbolizaba una traición. Para ellos, todo estaba hecho, casi podía asegurarlo, en nombre de la humanidad.

Cuál humanidad, solo ellos lo sabían.

No compartía con nadie sus emociones respecto a las hipnosis, pero escuchó atentamente cuando el demonio le advirtió, tras enterarse de que se vería con George esa tarde, que su viejo amigo guardaba un nuevo secreto bajo la manga. La ambigüedad de aquella amenaza era mucho más satisfactoria incluso que sus propios pensamientos. Porque todo en lo que podía pensar era en Charlie. Y en Jane convertida en un parásito.

Alex le dirigió una mirada lacónica a su demonio, que se paseaba en derredor del despacho. El viejo conde yacía plegado junto al escritorio, mientras hojeaba una carpeta. Y Jane... Ella estaba ahí, al lado de su padre, mirándolo en silencio, con el aspecto más aterrador que Alex había visto en toda su vida. De su demonio sabía qué esperar, al menos. De Jane no tenía ni idea. Lo que sí sabía era que, de no alimentarse de George, lo haría de su hermano.

Era probable que Alex albergase malos sentimientos para con algunos allegados de George Mornay. Sin embargo, Charlie quedaba exento de cualquier trifulca. Lo habían involucrado, sin proponérselo, Jane y él años atrás, con la invocación que puso fin a la vida de ella e, hipotéticamente, a la suya.

—Cáncer, dices —espetó, arrojando la pluma sobre su cuaderno de apuntes.

George se volvió parcialmente. Jane lo vigilaba como si Alex de verdad tuviera intención de hacerle daño...

—Terminal. Me queda un par de meses nada más. Y ya tengo todo puesto en regla. —Se sentó en otro sillón de la salita en su despacho. El fantasma iracundo de Jane estaba pegado de su padre. Alex clavó la vista en ella. Y, a sus espaldas, su demonio gruñó como un león que se ha puesto al acecho—. No sabía que ella estaba pendiente de Charlie.

Había verdadero pesar en sus palabras. Pero Alex ya no sentía compasión por aquel hombre, sino todo lo contrario. Se arrellanó en su asiento, sin despegar la mirada del conde.

—Depende de Charlie ahora —suspiró.

George asintió, como si entendiera.

Mientras Alex estuviera ahí, iba a encargarse de que Jane no lastimara más a Charlie. Sabía que lo hacía de manera inconsciente, que su propósito estaba lejano a ella. Pero aun así tenía la esperanza de que quisiera marcharse a ese mundo intangible del otro lado del aluvión de energía que era el cielo. El paraíso se encontraba en una especie de mundo cuántico al que solo los espíritus elevados y limpios tenían acceso.

Una vez muerto el cuerpo, el alma se depuraba de todo deseo terrenal, de todo odio, memoria y dolor; pero los que se aferraban a las emociones humanas permanecían ahí, en el limbo, alimentándose de aquellos que los recordaban con más ímpetu. Si Jane se alimentaba de su padre, como le había señalado Leibniz, no le duraría demasiado la energía y tendría que renunciar a quedarse.

Por lo tanto, para no correr ningún riesgo, Alex había hecho algo a lo que se había negado durante una década.

Le pidió un favor a Leibniz.

Hombres OscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora