El primer recuerdo que se le vino a la mente, acerca de Nazareth, fue aquella noche en la que él había despertado junto a ella, desorientado; recordaba sus ojos azules pálidos, su mentón afilado, su piel de porcelana; todo a solo un par de centímetros de su cara. Alex había tenido que incorporarse con lentitud para no sufrir mareos. Le dieron náuseas.
Entonces, Nazareth tendría dieciocho años. Y ahora parecía más mujer, aunque seguía conservando la sonrisa diáfana y los gestos dulces. Desde ese día, no habían vuelto a hablar. Elmar no tenía ni idea de qué cosa le había hecho salir huyendo de su propiedad en Cambridge; tampoco era que hubiera preferido decirle que le había robado la virginidad a su hija y que, para colmo, ni siquiera había podido recordar el acto ni cómo empezó ni cómo acabó enredado entre las sábanas blancas de aquel colchón mullido.
Cada vez que se encontraba con su mentor, en esos seis largos años, siempre rehuía su mirada idéntica a la de su única hija; por vergüenza. Porque nunca habría querido mancillar su confianza y porque, al final de las cuentas, no había hecho más que romperle el corazón. Sin embargo, Nazareth se mostraba indiferente a ese recuerdo, como si nada hubiera ocurrido entre ambos, como si él no se hubiera asustado tras despertar y ella hubiese intentado acercarse. No podía justificar su reacción ni decirle...
—Es más bonita de lo que podrías reconocer —cacareó el demonio que lo acompañaba desde la muerte de Jane, al que había bautizado como Leibniz; Naza, como era de esperarse, no podía verlo, pero estaba sentado junto a ella, admirando su perfil—. Eres un estúpido si no intentas recordar esa noche.
Con un carraspeo, Alex firmó la última sentencia; un ensayo que acababa de rechazar para ser el tutor de una becaria que intentaba conseguir un máster en Columbia. Levantó la mirada hacia Nazareth, mientras ella sorbía de la taza de café que le había ofrecido. Había adquirido una práctica sobrehumana a la hora de ignorar al ente ahí, que le sonrió cuando Naza lo hizo.
Diez años antes, jamás se habría imaginado caminando de un lado para otro con ese ser que no lo dejaba ni a sol ni a sombra; Alex no sabía lo que era la privacidad, y todos sus momentos libres los dedicaba a escribir ensayos sobre demonología; solía decirse que, si algún día terminaba el libro recopilatorio, llevaría por título el nombre de aquel demonio; a veces le gastaba bromas que hacían pasar inadvertido el tiempo. Pero, a la fecha, Alex no podía acostumbrarse a él.
En más de una ocasión, se encontró preguntándole por qué no se marchaba. Y la respuesta era un gruñido infernal; me debes algo... aún, le decía el demonio, tan campante como quien tiene el tiempo suficiente para hacerse una manicura. Alex, entonces, dejaba la tortura a un lado y se dedicaba a escribir todo lo que había podido sacarle, complementando los relatos con fábulas fantasiosas. No sería un libro tan bueno como el de su otro profesor al que tenía en tan alta estima, George Mornay, pero había aprendido a valorar sus esfuerzos. A diario, dormía un par de horas solamente; comía poco, se ejercitaba, bebía mucha agua y de vez en cuando practicaba el sexo.
Pero él siempre estaba ahí, como una sombra que no se iría jamás.
—Tus modales son un asco —lo increpó el ente.
Lucía un atuendo que fácilmente, si alguien pudiera verlo, hubiera sido digno de comparación; con algún famoso que usara chaquetas de cuero negro y se dejase el pelo desparramado en una mata de hebras salvajes. Su piel cetrina hacía juego con el rojo violento de sus ojos, que a la vez combinaba con los labios, de los que en varias ocasiones Alex había percibido un hilillo de sangre, como si hubiera mordido carne fresca.
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Hombres Oscuros
TerrorEl padre de Nazareth ha desaparecido; para encontrarlo, debe seguir una serie de instrucciones que, al parecer, tienen mucho que ver con el oscurantismo. Tras intentar hallarlo por su cuenta, decide acudir al nombre que reza la primera instrucción:...