Octubre de 1987.
Era un olor nauseabundo, y el charco que se había formado en el suelo, tenía un color negro, como el alquitrán. Despedía un humo anaranjado y denso; Alex se llevó la mano a la nariz para protegerse de la pestilencia. Podía ver la figura de Charlie, del otro lado de la fuente rota; el cielo se había cubierto de nubes espesas y los relámpagos surcaban todo cuanto lo rodeaba. Sentía calambres en la pierna, lo cual le pareció una buena señal. No se escuchaba ningún sonido.
—Ja-Jane —titubeó Charlie, mientras se arrastraba hacia el cuerpo de la muchacha.
—Tenías razón... —la voz sonaba trémula y serpenteante, aunque no iba dirigida a su hermano.
Alexander Ambrose levantó la mirada y se encontró con aquellos ojos grises tan familiares; asustado por el paño mortífero que los cubría, gateó hasta ella. Charlie trataba, desesperadamente, de cubrir la enorme tajada que había abierto su estómago; era la marca de un zarpazo. Justo como el suyo, pero más... más directo.
A diferencia de él, Jane sangraba copiosamente. Estaba pálida y tenía los labios quebradizos. El pelo rubio le caía a los lados de la cara, formando una colcha en el concreto.
—Oh, Dios —suplicó Charles.
Ella no dejaba de mirarlo.
Le sujetó la pequeña mano entre las suyas; aún llevaba el crucifijo anudado a los dedos. Parpadeó un par de veces antes de inclinarse encima de ella. Y, después de besarle los labios, alzó la cabeza. Charlie, horrorizado e impotente, intentaba no cerrar los ojos. Alex supo que estaba conteniendo el llanto.
Era su única hermana. Y la quería, lo hacía de verdad.
Alex también la amaba.
—Ellos existen —murmuraba Jane—. Tenías razón.
—No hables —le pidió Charlie.
Alex ignoró el surco de agua que había embadurnado el rostro del muchacho.
Ninguno debía de estar ahí, pero estaban. Ellos con veintidós años, ella con diecinueve. Ellos con experiencia en los rituales, ella... ilusionada. Quería probarle al mundo que Dios existía. Era un alma pura, sonriente, y la chica por la que hubiera dado todo. La chica que, en sus brazos, exhaló su último suspiro. Alex no sabía llorar. Y, de todos modos, lo hizo por ella. Lo hizo mientras Charlie se dejaba caer hacia atrás, sujetándose las hebras rizadas del pelo rubio. Tenía la mirada llena de ira.
—Es tu culpa —le espetó, en voz baja.
Se escuchaban las sirenas de una ambulancia, o de la policía. Alex no podía diferenciar entre una y otra.
Entonces se dio cuenta de que Jane sí había podido verlos...
Ellos de verdad existen.
Pero Charlie sigue sin ver.
—Char...
—Está muerta —lo interrumpió—. Te lo advertí. Me prometiste que no... Tú... —Alguien empujaba la puerta desde afuera. Charlie se apoyó en un muro; probablemente se percató de que estaba recargado en la lápida que rezaba el nombre de su madre, así que se incorporó aprisa. Alex no podía mirarlo más, pero lo escuchó perfectamente cuando dijo—: Tú la mataste.
La mano de Jane seguía tibia; un policía intentó retirarlo de la escena, pero Alex no podía moverse. No podía escuchar. Su interior gemía. Había puesto la mirada en un punto que, para el resto del mundo, era ciego. Sin embargo, él lo veía. Estaba ahí, de pie frente a él, apostado a tan solo unos pasos de la enorme estatua de Miguel Arcángel.
—Tienes amigos interesantes —musitó la criatura.
Alex estaba atónito.
—No entiendo... —susurró, mirando a Jane.
—Hijo, tienes que ponerte de pie —decía un agente.
Los ruidos se estaban intensificando.
Era un ser de estatura promedio, cabello negro, piel lívida y ojos rojos; le esbozó una sonrisa. Alex negó con la cabeza al tiempo que permitía que los agentes hicieran su trabajo. Intentaban hacerle preguntas.
No sé. No sé nada.
—Ya entenderás, Alex Ambrose —se rio la criatura—. Tenemos trabajo que hacer.
En ese momento, miró una última vez el rostro de Jane; Charlie ya no estaba en la cripta. A su alrededor, los agentes se movían de un lado para otro; un médico se inclinó para revisarlo. Alex lo dejó ser. Le quitaron la camisa hecha jirones, el crucifijo del cuello, las vendas de las manos que Jane, veinticuatro horas antes, le había puesto para curarle las quemaduras. Luego lo obligaron a levantarse y lo guiaron hasta una ambulancia.
Echó un vistazo por encima del hombro; el cementerio de los Mornay parecía más siniestro que nunca. Pero había una diferencia ahora; de la tumba principal, donde yacían todos los condes antiguos y sus esposas, manaba una negrura aterradora, un manto oscuro ajeno a la noche. Los jardines contiguos parecían estar fuera de contexto; todo cuanto miraba, era de tono grisáceo, y de composición fría.
Alex se dejó caer en una camilla, pero antes de cerrar los ojos la escuchó otra vez.
Son reales.
Todos ellos.
Tú la mataste.

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Hombres Oscuros
HorrorEl padre de Nazareth ha desaparecido; para encontrarlo, debe seguir una serie de instrucciones que, al parecer, tienen mucho que ver con el oscurantismo. Tras intentar hallarlo por su cuenta, decide acudir al nombre que reza la primera instrucción:...