Nazareth (1)

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Filadelfia, Pensilvania; mayo, 1997.



Tras meditarlo mucho, Naza por fin decidió acercarse a la mujer rolliza y de cara larga que se encontraba en la recepción. Carraspeó, dudando un segundo. En seguida, recibió una mirada concienzuda que se desplazó por su rostro, su cuello, y finalmente trazando un largo camino chirriante desde su clavícula hasta los pechos.

Pechos pequeños en una blusa holgada de color melón, que hacía juego con una falda que le llegaba hasta las pantorrillas.

—Mi nombre es Nazareth Kramer —le dijo a la mujer—. Quisiera saber si...

—El decano no está —fue su ácida respuesta.

—Sí, eh, bueno, no vengo a buscar al decano. —Intentó sonreír. De sonrisas Nazareth sabía muy poco. Tenía esa cosa fastidiosa en la cara que se la formaba cuando trataba de hacerlo; a su padre le encantaban los hoyuelos, pero a ella... uff—. Alexander Ambrose. Tengo una cita con él. Ya debe de estarme esperando.

La ceja de la secretaria se arqueó. Usaba lentes de monturas gruesas, como los que a Naza le gustaba. Salvo que, en esa ocasión, para salir, prefería las lentillas de contacto. Le daba pánico tropezar y perderlas; era miope y además padecía de estrabismo en el ojo derecho. Mientras aguardaba, se preguntó si, en otras circunstancias, la mujer sería su amiga.

Nazareth sacudió la cabeza, sintiéndose tonta.

Que use lentes como yo no quiere decir que tenga más cosas en común conmigo.

El profesor Ambrose está en una clase de quinto —murmuró luego de revisar lo que supuso era un itinerario.

Con un dedo, Naza se frotó la punta de la nariz, cosa que hacía siempre que se sentía aislada.

—¿Puedo esperarlo aquí? —preguntó, cohibida.

—La conferencia es abierta; probablemente no encuentre una silla vacía, pero dicen que las clases del profesor Ambrose son...

—Enigmáticas —la cortó Naza, con una sonrisa.

La secretaria se recostó en su silla giratoria.

—Así que le conoce. No es común.

—No lo conozco —admitió; pasados tantos años, ya no le dolía que después de todo nunca hubiera podido conocer a Alex realmente—. Mi padre es amigo suyo, y se puede decir que crecimos juntos. Pero nada más.

—Ah, sí, no se preocupe —reconoció la rechoncha mujer. Se levantó casi de un salto y rodeó el escritorio—. Ambrose lleva cinco años en la facultad y nadie puede decir que le conozca. Es un tipo raro.

Empezaron a caminar con un rumbo desconocido, bajando las escaleras del pórtico, metiéndose en un pasillo estrecho y cruzando la zona de administración hasta un edificio que Nazareth no conocía, pero se dejó guiar educadamente. 

Cuando niña, la madre de Naza le había dicho que no importaba cuán introspectiva fuese; recibía halagos por doquier. No era, a decir verdad, una chica bonita según los estándares de belleza, pero sabía leer varias lenguas muertas, escribirlas y podía decodificar manuscritos antiguos. Por enseñanza de su padre y madre, había estudiado historia como carrera y tenía pensado especializarse en lingüística o antropología. Eso debía de haber puesto en ella cierto don para comunicarse con la gente sin emitir un reguero de palabras.

Hombres OscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora