Charlie (33)

821 170 14
                                    



—Algún día me darás la razón. Este castillo es demasiado grande para encontrarse tan limitado por las paredes... —dijo Jane. Charlie la escuchaba desde su silla, en el jardín.

Estaba, como de costumbre, recostada de manera impropia en la piedra del estanque de las mariposas. Llevaba el pijama, el pelo suelto, y los cascabeles que le había cosido a su pañuelo tintineaban cada vez que amenazaba con rozar el agua verdosa del interior. Con el libro de anotaciones en la mano, Charlie miraba el movimiento y se preguntaba, incansablemente, cómo era posible que, una vez ausente su padre, Jane fuera tan locuaz y feliz.

A lo mejor, pensaba, se debía a la pronta visita que iba a hacerle Alex. El conde estaría fuera dos semanas antes de que las vacaciones de verano terminaran. Pero antes él debía de visitar al doctor Kramer en América; era su tutor y le tenía un afecto brumoso. Hablaba poco de él, y nada de sí mismo; aunque las conversaciones más explícitas de su mejor amigo siempre eran acerca de la criatura interesante que era Nazareth Kramer, a la que Charlie había visto la navidad pasada.

—Jamás he dicho que no te crea —respondió a la queja de su hermana de trece años—; mi negativa es más bien por preocupación. —Levantó la vista hacia ella—. Ya estoy desafiando demasiado mi suerte al no exigirte que te cambies la ropa. Alguien podría decirle a papá.

—Para ellos es más importante quedar bien contigo —sonrió Jane—. Te tienen más cariño que miedo al conde de Aberdeen.

—Con mucha mayor razón —reiteró con las cejas elevadas a modo de reprimenda a su hermana menor— deberías de ir a ponerte ropa adecuada.

—Hace calor.

—Y podría ser que la suerte no jugara en tu favor esta vez; si el conde llega y te encuentra así, en paños menores...

—La diferencia es que tú no eres el conde todavía. Sería mucho mejor que lo fueras.

Alarmado, pero consciente de que su hermana siempre decía ese tipo de cosas, Charlie parpadeó y siguió escribiendo. Tenía que empezar a escribir aquello para refutar el argumento de su profesor, experto, según él, en estructuralismo marxista de la antropología; el escrito, que no parecía tener pies ni cabeza, le llevaría por lo menos cien folios. Había escrito cincuenta de puras anotaciones.

Tachó una frase que no tenía sentido.

Y pensó que, una vez que Alex llegara, le sería más fácil hilar ideas.

—Cuando yo sea el conde tú ya habrás dejado de preocuparte por los pasadizos de Dunross —la increpó él.

Jane se levantó de un salto, interesada en lo que había dicho.

—¿Cómo será tu condesa, Charlie?

Era una pregunta lejos de la inocencia. Ya que Jane había convivido muy poco con su madre, tenía una alta expectación por el amor materno. Casi nadie la cuidaba y el cuidado que Charlie le podía ofrecer era poco sentimental. El único que aseguraba comprenderla era Alex. A veces Charlie deseaba que se quedara para siempre en el castillo. Nunca le decía por qué, pero verlo caminar por los pasillos hacía de su existencia algo menos tormentoso.

Jane representaba un reto diario; era una niña a la que su padre le exigía un comportamiento recatado, serio e inteligente; tenía prohibido llevar a cabo prácticas mundanas, como dejarse caer en los jardínes y leer novelas románticas. En ese momento se encontraba leyendo novelas románticas y Charlie sabía que pasar tiempo con él, aunque no tuvieran tantas cosas en común, era un de las pocas cosas que lograba satisfacerla.

Hombres OscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora