Nazareth (16)

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El viento aulló.

Nazareth enfurruñó el gesto y se concentró en el sonido; parecía un lamento.

Un trueno surcó el firmamento en cuanto empezó a abotonarse el abrigo. Miró al ventanal por encima de su hombro, mientras admiraba las gotas que golpeaban, incesantemente, el cristal. Tenía el ceño fruncido y una necesidad tenebrosa de sentirse acompañada. En ese momento, hasta hubiera agradecido que Poppy se quedase con ella en la habitación, ya que Carice había ido a ayudar a Charlie a realizar unas cuentas tareas. Pero estaba harta de no saber qué ocurría allá afuera.

El duque de Argyle le había revisado la herida en el brazo, una vez que se vio en su alcoba designada, rodeada por Carice, Dune, Alex, Poppy, Eco, y sí, Charlie, quien le había pedido que descansara; con mucho decoro, era verdad, pero con una frialdad casi pasmosa, que le había impedido reconocer al hombre que, horas antes, le había regalado una rosa. Nazareth era consciente de que se la había dado porque eso demandaba la etiqueta. Bufó para sus adentros al mirarse al espejo y escuchar la vocecilla insidiosa encerrada siempre ahí para recordarle que poseía muy poco atractivo y a ella Charlie le parecía, físicamente, perfecto. El hijo de un noble, sin agregar mucho.

Luego de un rato de verse sola, salió de la cama y se vistió con pantalones, zapatos de suelo, una blusa de lana y también un abrigo; dentro de la habitación el clima era delicioso, pero Nazareth no tenía intenciones de quedarse ahí como un gatito, mientras sabía Dios qué cosas pasaban en las salas exteriores del castillo. Veinte minutos antes se había asomado al pasillo y había podido ver a dos empleadas, vestidas con el uniforme de la servidumbre, ir de un lado para otro. La agitación incluso podía sentirse en el ambiente, en crescendo con la tormenta.

Iban a dar las doce de la noche.

Entre las urgencias de Naza, estaba el impetuoso deseo de preguntar a Alex, frente a frente, si era verdad que él tenía algo que ver con la desaparición de su padre, como asegurada Charlie; aunque, en el fondo, sabía que no podía ponerlo sobre aviso. De hecho, trató de hacerse una idea de la enorme desventaja que había supuesto que contactara primero con él.

Compungida, Nazareth se pasó el cepillo de cerdas suaves por las hebras lacias y largas del cabello y se revisó los hombros del abrigo. Cuando sintió que estaba más o menos presentable, por si Charlie se veía rodeado por sus visitantes diplomáticos, abandonó la pieza con paso firme y cruzó dos corredores, bajó la escalera que llevaba a la sala común. Apenas descender, el ruido cesó; en el estómago de la casa, los sonidos de la tormenta furiosa que se había desatado afuera, quedaban mitigados por la apariencia lúgubre del interior de Dunross. Nazareth pensó en el conde Drácula y en las horribles historias que giraban en torno a él. Se quedó parada en el rellano, mirando a ambos lados del largo y ancho pasillo. Sin querer, desvió la mirada en dirección del cuadro que estaba nada más entrar en el castillo.

Dio un par de pasos hacia allá, cautelosa, y se abrazó a sí misma. El vello de la nuca ya no se le erizó como antes. Ni sintió el extraño hormigueo en su cuello, como si alguien le hubiera acariciado esa parte.

Nadie decía incrédula a sus espaldas.

Nazareth había tratado, sin frutos, de convencerse a sí misma durante aquellas horas; pero Charlie ahora estaba ocupado y ella necesitaba, de verdad lo hacía, preguntarle si era su imaginación; hubiera querido hablar con Alex, pero un oscuro sentimiento le había nacido en el centro del corazón para con él, como si fuera un presentimiento que la imposibilitaba.

Hombres OscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora