Era finales de primavera, casi verano. Alex atribuyó el sudor a la temperatura. Tenía que entornar los ojos para mirar el páramo que había a ambos lados de la carretera; no sentía que fuese un espectáculo particularmente bonito, pero la realidad era que se desesperaba más a cada minuto. En serio quería meterse en un baño con agua helada. No recordaba que en Dunross hiciera tanto calor.
Las mejillas de Nazareth estaban arreboladas por el sol. Su piel sufriría de alguna quemadura producto de la poca precisión de Alex; había creído que llegarían por la mañana a Edimburgo, y de ahí se trasladarían en auto, pero las cosas no siempre le salían bien. Era malo con las predicciones.
—No te preocupes —Leibniz caminaba junto a él; Alex lo miró solo un minuto y de inmediato se volvió hacia Naza, cuyo rostro reflejaba muchísimo cansancio—. En el infierno es peor.
Alex se quedó callado.
—No debe de faltar mucho, ¿verdad? —inquirió Nazareth.
—Kilómetro y medio. Tal vez dos.
El demonio soltó una carcajada.
—No tienes idea de dónde estás. Reconócelo.
—Es posible que haya tomado una ruta equivocada —dijo, obediente; arrugó la nariz y se detuvo.
Como acto de caballerosidad, se había ofrecido a cargar la maleta de Naza tras ver que el auto de renta estaba muerto. Pero ella se negó. Alex era conocido por muchísimas cosas; ser un buen mecánico no era una de ellas. Naza tampoco tenía idea de autos; le causaban nervios, dijo, y casi le había suplicado que tomaran el tren; pero entonces hubieran tenido que hacer una escala en Inverness, y Alex sintió que se les acababa el tiempo.
La sensación era ominosa y truculenta, pero eso no se lo explicó a la muchacha, quien se había comportado con la elegancia de cualquier dama de la alta sociedad. No emitió queja alguna por el sol, ni por el motor descompuesto, ni por la falta de agua, ni siquiera había dicho nada por la poca simpatía que había demostrado Alex en el vuelo de Norteamérica a Europa.
Cada vez que miraba a Nazareth, la culpa le engullía lo que le quedaba de corazón; seguía pareciendo una niña desde un ángulo un poco siniestro. Alex notaba los abultamientos debajo de su blusa, los toques de perfume bastante femenino pero discreto; se peinaba el cabello con recato, en volandas y con pinzas, y los polvos que usaba en el rostro la hacían parecer una muñeca de porcelana.
Su carácter, por otro lado, siempre era profesional.
Salvo por un detalle.
—Voy a sentarme porque tengo ampollas en los talones —dijo ella, colocando el trasero de hábil forma encima de su maleta grande; Alex se había quitado el abrigo, llevaba gafas de sol y la miró más detenidamente mientras ella examinaba el largo paraje solariego que los rodeaba—. Este viaje está siendo una desgracia.
Nazareth era demasiado sensata para pasar desapercibida. No se la escapaban los detalles nimios y, cuando Alex había tratado de concentrarse en el criptograma en el avión, ella siempre lo interrumpía, curiosa por preguntarle qué cosas había hecho en su internado después de que se marchara.
Alex se limitó a contarle las cosas más limpias de su estadía en Argyle. Pero omitió aquellos relatos que se guardaba para sí mismo y que pocas personas conocían.
Ella también preguntó cómo había conocido a Charlie... Y lo que recibió fue una mirada cruel, lejana a cualquier sentimiento. Alex supo que Leibniz era el culpable, pero estaba tan acostumbrado a que las emociones del demonio —eso parecían— se manifestaran en él, que no se lo recriminó más tarde.

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Hombres Oscuros
HororEl padre de Nazareth ha desaparecido; para encontrarlo, debe seguir una serie de instrucciones que, al parecer, tienen mucho que ver con el oscurantismo. Tras intentar hallarlo por su cuenta, decide acudir al nombre que reza la primera instrucción:...