Se dice que, libertad y verdad, son dos caras de una misma moneda. A Charlie Mornay le quedó claro que esa noche su vida iba a dar un vuelco total. Había pasado de ser un ente sin deseos, con el mero afán de despertar y seguir la rutina, a tener una lista de múltiples y variopintas ambiciones. Si Nazareth era una de ellas, iba a comprobarlo más pronto que tarde. Si era amor o era un artilugio de su mente —Dios quisiera que sí fuera amor— no se arredró al sentir que ella se montaba encima de su regazo. Retrocedió con ella sentada a horcajadas en él y, en consecuencia, su cuerpo quedó lo bastante expuesto como para que Naza interrumpiera sus caricias, que hasta entonces habían sido dispuestas, brutas y, por qué no, feroces. Estaba fría de la piel y tenía cada centímetro suave. Era una delicia poder tocarla. Charlie dejó las manos bien sujetas de su cintura.
Mientras sopesaba lo que iba a ocurrir si no se detenían, ella se hizo a un lado el pelo. Cuando la miró, se percató de que le excitaba más su mirada resuelta que la sensación desnuda de sus muslos. Podía sentir, contra su excitación, la parte blanda de su centro, que estaba mojado. Era una situación íntima y, sin embargo, se sentía normal, casi como si lo hubieran hecho en otras ocasiones.
—¿Tienes miedo? —preguntó ella de pronto.
Se desabotonó los primeros botones de la blusa. Charlie pensó que el haberla visto en bragas, tras quitarse el jean, le había causado un shock. Tenía las piernas delgadas pero torneadas y con un uso decente. Era flexible. Se imaginó mil cosas al sentir que le rodeaba la cadera y que, sentados ya, no le molestaba en lo absoluto la posición adquirida.
Ella se quedó, con la blusa suelta de los lados, derecha y sonrosada, mirándolo; se había dejado libres los pechos, de un tamaño pequeño. Tenía las aureolas de los pezones rosados. Estaba llena de lunares y pecas. De no haber llevado barba, Charlie hubiera deseado poner el rostro en su valle, y pasar las mejillas por los montículos, mientras hacía otro par de cosas abajo.
Suspiró.
Quería mentirle y decir que no, que se había olvidado del caos afuera. El deseo de decirle que no le importaba lo que pasaba le colgó, durante unos segundos, de la punta de la lengua. Pero, dada la naturaleza de Nazareth, decidió que confiar en ella era lo mejor que podía hacer. Había reparado en su comentario. Le dijo que pocas personas le demostraban confianza. Charlie odiaba ese pensamiento. La conocía tan poco que le costaba mucho hacerse una idea de por qué demonios le importaba lo que el resto del mundo creyera.
Luego recordó a Alex.
La primera vez de Naza.
Se le llenó la garganta de improperios.
—Voy a sonar trillado —dijo, sin elevar la mirada y rodeando el pezón de ella con un dedo. Vio, fascinado, cómo se le erizaba, y entonces le masajeó, con la yema, la punta. Nazareth se estremeció encima de él. La erección empezaba a dolerle—, pero tu osadía me da valor.
Echó la cabeza atrás cuando ella tiró de su cabello.
—¿Eres romántico, Charlie Mornay, futuro conde de Aberdeen? —la voz de ella sonaba a un desafío.
En silencio, Charlie se mordió un labio. Acercó la boca a su pecho izquierdo y, con los dientes, capturó la cima. Realizó una ligera succión, hasta que las caderas de Naza se tensaron en sus piernas.
Le pasó una mano por los glúteos. La deseaba. Ya.
Si iba a morirse, quería llevarse a la tumba ese recuerdo. El de saber que había existido una persona con la que él se conectaba sin esforzarse, que lo veía sin tapujos, que jugaba con su ingenio y se reía de él en su cara. Nazareth era un trago de agua en medio del desierto. Le costaba imaginarse que de alguna manera nunca iba a poder ser suya. Pero, primitivamente, su cuerpo le decía otra cosa.

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Hombres Oscuros
TerrorEl padre de Nazareth ha desaparecido; para encontrarlo, debe seguir una serie de instrucciones que, al parecer, tienen mucho que ver con el oscurantismo. Tras intentar hallarlo por su cuenta, decide acudir al nombre que reza la primera instrucción:...