Capítulo 6.2

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Lucía le sostuvo la mirada sin tenerlas todas consigo. Ojalá pudiera acusarlo de tergiversar, pero tenía razón.

Claro que tampoco pretendía dársela.

—No le habrás echado matarratas o algo así, ¿no?

Mingo curvó los labios en una sonrisa.

—Soy el único que pone copas aquí. No me arriesgaría a matarte por ese medio, cuando me meterían preso sin interrogar a nadie más.

—¿Y eso se supone que debe hacerme sentir mejor? ¿Voy a tener que cuidarme las espaldas?

—Claro que no. Creo que piensas que te odio, y no es así. No entiendo esa manía de las mujeres de exagerar tanto las cosas. —Soltó una risa relajada—. Anda, bebe, te sentirás mejor.

Ella suspiró.

—Siento que hayas discutido con Adrián por lo mío. —Y bebió.

—Eso no era una discusión. Adrián sabe enfadarse, pero nunca pelea. Y no está cabreado conmigo. Si lo estuviese, no me hablaría. Es de esos... ¿Y? —Esperó—. ¿Qué tal está?

Lucía tardó en responder porque se había quedado bebiendo de más. Le dio un ataque de tos por intentar vaciar la copa en su estómago casi sin tragar.

—Joder, esto está buenísimo. ¿Qué le has echado? Dios... —Se secó la boca con el dorso de la mano. Mingo medio sonrió y aceptó el cumplido con un asentimiento de cabeza; ella lo copió. Le parecía que las sonrisas de ese chico eran un bien preciado y debían ser correspondidas en la misma medida—. Es una pena caerle mal a alguien que es capaz de crear el hidromiel de los dioses noruegos.

—No me caes mal. —Le quitó el vaso vacío y procedió a preparar otro—. Simplemente no sé por dónde vas a salir y eso podría ser un problema. Y a mí no me importa, pero hay quien se sentiría bastante decepcionado si...

—¡Mingo! —exclamó Martina, apareciendo de la nada. Se tiró encima del chico y lo cogió por los hombros—. Anda, hazme uno de esos cubatas ricos que solo tú sabes preparar... Guapo, bonito, dioso. Te como la cara.

Mingo puso los ojos en blanco.

—No hace falta que me regales los oídos, te iba a servir igual.

—Sí, ya sé que no te van los cumplidos vacíos, pero a mí me encantan. Y todo el mundo sabe que eres el segundo más difícil del grupo. Quería asegurarme de que te convencía.

—¿Quién sería el primero más fácil? —inquirió Ricci, que acababa de entrar siguiendo a la chica. Lucía se fijó en que se había cambiado. Ahora llevaba una camisa de rayas blancas que favorecía su tono de piel.

Martina lo miró con aire burlón. Era una chica muy atractiva. Llevaba el pelo largo y ondulado de un tono verde aguamarina precioso. Todos sus rasgos faciales destacaban —y no solo por el pesado maquillaje—: ojos enormes y vivos, labios carnosos y nariz con personalidad. Iba vestida como toda una reina del pop. Lentejuelas, brillantes y colores por doquier.

—Si no conoces la respuesta a esa pregunta es que no has estado muy atento, míster bragueta-de-plástico. Venga, Mingo, emborráchame. Es lo mejor que puedo hacer esta noche.

—Entonces el alcohol es el camino para llegar a tu corazón —dedujo Ricci—. Me dejaré la pasta en cursos de barman, a ver si así me dices a mí también esas cosas tan bonitas.

—Aunque hicieras esos miles de cursos no me sacarías ni un halago. O se tiene el talento de coctelero o no se tiene, y tú de eso no vas sobrado, amigo. Ni de eso ni de nada —añadió. Le lanzó una mirada elocuente a la cremallera de su pantalón, un gesto que Lucía interceptó y estuvo a punto de sacarle una carcajada inapropiada. Ocultó su arranque de hilaridad detrás del vaso.

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