Capítulo 7.3

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—¡Hostia puta! —exclamó, histérica.

—Esa boca... —balbuceó él.

—¡No ha sido aposta!

—La Virgen, menuda hostia —jadeó Ricci, que bajó la cámara enseguida y se encaramó al cuadrilátero para socorrer a Adrián. Este se miraba las manos manchadas de sangre con la cara desencajada—. ¿Estás bien, tío?

—¡Adrián! —exclamó Daniela, que echó a correr hacia él. Mingo la siguió, con el ceño fruncido, y Samuel rompió a llorar en cuanto tuvo una vista privilegiada de la nariz sanguinolenta de su tío—. ¿Qué ha pasado? ¿Te ha dado ella...? Oh, eres tú. ¿Por qué le has pegado a mi hermano?

—¡Ha sido sin querer!

Daniela frunció el ceño.

—¿Cómo vas a partirle la nariz a alguien sin querer? Ay, Samu, cariño, tranquilízate... No pasa nada, cielo. Todo está bien.

—Tío, hay que ir a que te vea eso el médico —dijo Mingo.

—Estoy bien, no pasa nada, dadme un respiro... Joder, me estáis agobiando. Callaos un poco.

—Estás sangrando un huevo.

—Ya lo sé, no sé de dónde sale tanta... sangre... —masculló, toqueteándose la zona—. Voy a ir a lavarme. Dadme un... momento. Necesito sentarme.

Con cuidado de no manchar las cuerdas del ring, y de no abrirse la cabeza de un salto desequilibrado, puso los pies en tierra firme. Se dirigió al pasillo que daba a los servicios, sin dejar de repetir que estaba bien y que le dejasen en paz.

Le habían soltado golpes mucho peores, pero aquel le había dejado mareado. Podía sentir su nariz palpitando como si fuera un corazón. Respiraba el olor acerado de la sangre, que salía a raudales. Lucía debía haberle roto un nervio, o una arteria, o... Si se rompía algo de eso, tampoco pasaba nada, ¿no? Como mucho llegaba al baño de caballeros hecho un Cristo, con la barbilla y el pecho cubiertos, pero nada de morirse. Esperaba.

Alargó una mano temblorosa hacia el papel higiénico y lo enrolló en una mano para secarse. En cuanto se vio en el espejo, el morbo le pudo. Se quedó unos segundos con la vista clavada en su reflejo, embobado.

—Parezco Mia Wallace cuando se metió un chute de más [1] —masculló. Y se rio un poco por su propia comparación, demasiado confuso por el golpe para reparar en su gravedad. No se dio cuenta de que Lucía aparecía a la carrera y cerraba la puerta tras de sí, armada con varios paquetes de pañuelos.

Adrián se giró para mirarla.

—Ha sido sin querer —repitió, con unos ojitos de pena que casi se derritió.

—No pasa nada.

—Ven, siéntante ahí... Madre mía, cuánto... Joder... —balbuceaba. Adrián obedeció, más por tranquilizarla a ella que porque temiera por su vida; por como reaccionaba todo el mundo, pareciera que le hubiesen metido un balazo y se estuviera desangrando. Aunque lo segundo se ajustaba bastante a la verdad. Sin embargo, no pudo salvo alegrarse cuando Lucía se colocó entre sus piernas y se puso a limpiarle la nariz, como una madre a su hijo. Salvo por el detalle de que los hijos no solían excitarse con sus madres—. Te juro que...

—Cálmate, ya sé que no querías partirme la cara.

—No lo entiendes —masculló, histérica—. Te prometo que se me ha ido la mano, pero igualmente me... Dios mío, me va a dar algo. Pareces Carrie cuando le hicieron aquella broma.

Adrián soltó una carcajada con la que volvió a salir más sangre.

—Mierda, mierda, mierda. No te rías. No te muevas. ¡No hagas nada! Se suponía que esto... Creía que me sentiría mejor, creía...

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