Capítulo 10.1

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Todo pasó muy deprisa. Con una rapidez increíble, Adrián se quitó la guitarra de encima y saltó del escenario. Lucía abrió mucho los ojos, sin entender, y al igual que el resto del público, se dio la vuelta para buscar el motivo de su cambio de planes. No estuvo segura de verlo, pero le pareció que un hombre se abría paso a empellones entre los chicos del medio de la amalgama para escapar. Estos ni se percataron, pero un grupo que estaba al fondo, junto a la puerta, debió deducir que era el tipo al que buscaba Adrián. Hicieron de barrera de contención cubriendo la salida y cogiéndolo por la camiseta; para cuando lo tuvieron agarrado, Adrián llegaba sin aliento y con los hombros tan tensos que los llevaba de pendientes.

La gente había formado un pasillo para que pasara, uno que Lucía también usó para acercarse precipitadamente.

Ricci y Mingo habían dejado de tocar. Un silencio parcial se instaló en la sala, donde una serie de murmuraciones estuvieron a punto de ahogar las preguntas de Adrián.

—¿Qué coño estabas haciendo? —gritó. No se conformó con eso y lo zarandeó violentamente. Lucía no respiró al ver que se le marcaban las venas del cuello—. ¡Te estoy hablando, cabrón! ¿Tienes más? ¿Eh?

El chaval no debía tener más de veinte años. Aunque mantenía un semblante inexpresivo, unas gotas de sudor muy reveladoras corrían por su sien.

—No sé de qué me estás hablando, amigo.

—¿Amigo? —Apretó los puños y se abalanzó sobre él. En lugar de golpearlo, agarró la perchera de su camisa y lo sacudió otra vez—. Yo no soy tu puto amigo. ¿Llevas más encima? ¿Lo has hecho con alguna otra?

—¿Qué ocurre? —preguntó Lucía, nerviosa. Puso una mano sobre el hombro de Adrián. Estuvo a punto de retirarla en cuanto se percató de la temblorosa tensión que se había adueñado de sus músculos.

Él ni se dio la vuelta.

—Te he visto —siseó.

Sin darle opción a explicarse, le metió la mano en los bolsillos. Lo estuvo cacheando uno segundos. Aunque el chico trató de resistirse, Adrián rescató lo que buscaba con un ademán agresivo. Sostuvo el frasco diminuto en sus narices antes de verter el contenido en la palma de su mano. Lucía abrió los ojos como platos al reconocer el polvillo blanco.

—Aquí hay para unas cuantas. Te querías montar una orgía, ¿eh, mamón? —escupió. Sacudió la mano hasta que la droga se deshizo en el aire y estrelló el frasco contra el suelo—. No sé cómo no te estoy partiendo la cara... ¿Dónde está seguridad?

El chico aprovechó que Adrián giraba la cabeza para asestarle un puñetazo en la mejilla. La adrenalina imprimió tal energía al golpe que Adrián se tambaleó hacia atrás y estuvo a punto de caer a los brazos de Lucía. Ella tuvo toda la intención de alejarlo de la violencia con sus propias manos, pero no habría servido de nada. Adrián, el bueno de Adrián, se cernió sobre el agresor con todos los músculos atenazados.

Lucía se asustó al comprobar que su defensa no dejaba nada que desear. La cabeza del chico rebotó contra la pared y lo dejó un momento atontado; Adrián aprovechó su desconcierto para volver a por él. Parecía haberse olvidado totalmente de que tenía público... o peor: no lo había olvidado y le daba igual.

—¡Adrián! —exclamó ella, aterrorizada—. ¿Qué haces? ¡Para!

La ignoró. Y el chico también, que le devolvió cada ataque como un maestro de boxeo. En un abrir y cerrar de ojos, Lucía estaba presenciando una pelea a puños sobrecogedora. Era una de esas visiones tan tremendamente violentas que no se podía apartar la mirada; de alguna forma se veía atraída hacia la ferocidad con la que se agarraban. Su mente desconectó, aunque por encima de ella flotó la obligación y la necesidad de separarlos... igual que la ansiedad por no saber cómo. Se quedó inmóvil allí delante, a punto de escupir el corazón, que latía tan rápido que temía sufrir un infarto.

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