Capítulo 6

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—¿Por qué Alameda de Osuna? —preguntó Lucía nada más bajar del coche, reconociendo la zona.

No se podía considerar madrileña, puesto que había nacido en Córdoba por causas del Destino y se movía allá donde la llevara el viento —o donde llevara a su madre—, pero se conocía prácticamente todos los barrios. Alameda de Osuna estaba alejada del centro y era tan verde que el paseo desde North Records hasta el apartamento le recordó a sus travesías en autobús por las ciudades sureñas de Inglaterra: ahí donde había pasado el último año y medio.

—Porque está al lado del aeropuerto —respondió Ricci—. Nos pasamos todo el puto día en las nubes, así que se nos ocurrió conseguirnos un pisito por aquí. Y como acaban de levantar el edificio, apenas están ocupados un par de apartamentos, lo que no nos viene mal cuando hacemos la colada desnudos. Antes corríamos el riesgo de que nos fotografiasen.

—Solo tú haces la colada desnudo —apuntó Mingo, que había estado fumando en silencio.

—Por ahora viven una madre soltera y la familia Gallagher —añadió Adrián. Le puso una mano en la baja espalda para guiarla al ascensor, como si no supiera dónde estaba cuando era del mismo tamaño que el del Corte Inglés.

—¿Dices la familia de Shameless?

—Sí, igual. Son seis hermanos y la hija mayor se encarga de todo porque el padre es un mierda. Se mete todo lo que te puedas imaginar y más, y luego tira los restos por el balcón para que caiga entre los tenderetes comunes —explicó Ricci—. Nos llevamos bien con ella y con Guido, que tiene nueve años. Le flipa nuestra música...

—Tampoco hace falta hacerle un resumen de la comunidad vecinal. Cotillear sobre los problemas de alcoholismo del tipo del cuarto no os pone en muy buen lugar.

El comentario desahogado de Mingo le cerró el pico a Lucía, que iba a hacer una pregunta. Ricci y Adrián ignoraron deliberadamente su consejo y siguieron parloteando durante y después del viaje en ascensor.

Estaban alojados en el ático porque tenía una terraza estupenda. Allí organizaban fiestas a menudo. Lucía imaginaba que sus fondos bancarios les permitían derrochar cuanto quisieran, y por eso se preguntó, nada más asomarse al recibidor, por qué no se habían puesto cómodos en un chalé o un apartamento de lujo. Había zonas residenciales en Madrid perfectas para estar tranquilos, y aquel sitio no es que pareciese un tugurio, porque era bastante amplio, pero no parecía la vivienda de una estrella. Ni mucho menos la de tres.

¿Y por qué vivirían los tres juntos? Debían tener suficiente pasta por separado para formar un hogar por su cuenta. ¿No tenían familia...?

Eso quedó en segundo plano cuando alguien se echó encima de Lucía nada más llegar. Ella retrocedió, asustada por el empuje de unas patas húmedas. No le costó reconocer el familiar jadeo perruno: al mirar hacia abajo, se topó con la lengua interminable de lo que parecía un galgo inglés, aunque si le dijeran que era un chucho desnutrido también se lo habría creído.

—Tenéis perro —logró articular, inmóvil.

Durante casi medio minuto, que fue lo que el animal estuvo intentando llamar su atención con ladridos y sacudidas de rabo, Lucía fue incapaz de complacerlo con una caricia.

—Desde hace unos meses. ¿No te gustan? ¿Quieres que te lo saque de encima?

—No... Sí, sí me gustan los perros —musitó, con un hilo de voz. Como si decirlo en voz alta hubiese servido de recordatorio, Lucía estiró una mano y acarició su hocico, aunque muy reticente.

Adrián sonrió y le hizo un gesto con la cabeza.

—Vamos, entra. Si pasas, te seguirá.

—Será cabrón —se reía Ricci—. Es increíble el olfato que tiene, solo sale a recibirnos cuando se huele que venimos acompañados de una tía.

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