Capítulo 10.3

3.8K 1.1K 93
                                    

Y fue lo bastante contundente para que Lucía aceptara, con una emocionante resignación, lo que le tuviera preparado, que fue un beso capaz de asolar sus reservas y desterrar cada una de sus dudas. Sus fuertes brazos la sostuvieron con posesividad antes de alzarla en vilo. Lucía le rodeó las caderas con las piernas y se aferró a sus hombros húmedos, sin pensar en que estaba empapándole el vestido.

Adrián la empujó casi agresivamente al interior del baño y la sentó sobre el lavabo. Separó sus rodillas sin dejar de torturar sus labios, que mordía y lamía según pedía el ritmo de un torrente de besos desenfrenados. Lucía sentía que debía decir algo, pero no habría podido ni aunque hubiese querido. Ni las manos veloces de Adrián ni las suyas propias, desesperadas por alcanzar cada recóndita parte de él, permitirían que las interrumpieran en su exploración.

Adrián le bajó los tirantes del vestido, revelando un sujetador de algodón sencillo que él valoró como si fuera la más fina lencería.

—Me mata ese lacito —gruñó.

Apuntó detalle entre las copas del sujetador con la nariz, y luego tiró de este hacia arriba, un solo segundo antes de desabrocharlo. Un ardiente escalofrío le erizó la nuca al saberse medio expuesta delante de él.

Sus labios resbalaron por la garganta y los hombros haciéndole las mismas cosquillas que una pluma. Y su piel se resintió por el áspero tacto de la barba incipiente, pero de alguna forma, ese roce masculino era otra caricia erótica más.

Lucía cruzó los tobillos a su espalda, lanzando un claro mensaje. «No te vas a ninguna parte». Y no lo hizo, pero se separó lo suficiente para darle un vistazo de ojos vidriosos.

Nunca le había intimidado la desnudez; la intimidaba su mirada hambrienta.

Aun así, no necesitó ser valiente para no cubrirse. La forma en que la veneraba en silencio era suficiente para confiar en su atractivo. Adoró que se tomara su tiempo para observarla y acariciar lentamente las líneas de su cuerpo. Los dedos de Adrián trazaron dibujos arabescos en torno a uno de los pezones antes de darle un pellizco que requirió la acción inmediata de su boca: el sensual dolor fue rápidamente sofocado por un ardor placentero al primer roce áspero de su lengua.

Lucía jadeó e intentó cerrar las piernas. Cada toque o beso tenía su respuesta ahí abajo, donde se había creado un foco fogoso y aparentemente insaciable que rogaba atención.

Agarró su cabello cobrizo en un puño, rogando sin decir palabra que continuara; tenía la garganta seca y no se veía capaz de usar la voz... aunque sí las manos. Estas aterrizaron en sus fuertes omóplatos y desde ahí se deslizaron como las mismas gotas de agua caliente hasta su cintura. La rodeó, hiperventilando, y buscó a tientas la vital erección. Lucía se propuso que Adrián ronronease de nuevo tal y como lo hizo cuando lo tuvo en la mano, tan inflamado de pasión que sintió que iba a quemarse las palmas. Reconoció su longitud desde la base hasta el prepucio, maravillada por la dulce y temblorosa tensión que engarrotaba y distendía sus músculos conforme ocurría la caricia.

—Me vas a matar —jadeó Adrián, con la cabeza entre sus pechos. Un brazo la envolvía celosamente por las caderas.

—Pero si todavía no estoy haciendo nada —tonteó ella; sus labios se movieron sobre la coronilla de él, casi pegados a su pelo. Adrián levantó la barbilla de su esternón y le lanzó una mirada empapada de deseo, tan peligrosa como la de los grandes felinos. Se le habían aclarado los ojos de tal manera que parecían los de un tigre.

Sin apartar la vista de ella, y respirando descontroladamente por la diestra dedicación de Lucía, le sacó el vestido por la cintura. Se alegró de haberse puesto el fino y desgastado tanga negro; así no le afectó que Adrián lo rasgara por una de las tiras y lo arrojara al suelo del baño.

Sigue mi vozDonde viven las historias. Descúbrelo ahora