Capítulo 24.2

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Lucía encontró a Mon en el mismo sitio de siempre: de pie, con los brazos cruzados sobre la panza aún hinchada, y los ojos clavados al otro lado del cristal.

Su bebé no era el único que tenían en incubadora. En las semanas que llevaba allí, Lucía había aprendido a diferenciar a los críos por sus nombres, e incluso había mantenido conversaciones con sus madres.

El que estaba a la izquierda del aguacate era un sietemesino que había nacido con problemas respiratorios; el de la derecha estaba en tratamiento por un síndrome de abstiencia heredado. Tanto Lucía como Lolo y Mon, se habían quedado alguna que otra vez no ya solo por el aguacate, que en comparación con los demás, demostraba una salud de acero, sino también para cuidar del resto.

Mon apartó la vista un segundo para cerciorarse de que era ella. Luego la devolvió al bebé.

—Me acaba de llamar mi padre. Parece que tu madre ha vuelto. Con un ojo morado.

Lucía inspiró hondo y se colocó a su lado. Aun sabiendo que no le gustaba demasiado el contacto físico, le pasó un brazo por los hombros y la estrechó. Era la forma más sutil de celebrar con ella el regreso de su madre. Cualquier otra muestra de entusiasmo se veía como una traición o un signo de mala educación en un hospital. Especialmente cuando no había mejoras.

—Lo sé, la he visto. Los he dejado discutiendo.

—Es como si lo estuviera viendo. Poniéndose sarcástico y gilipollas a rabiar... Ojalá haber estado allí para cerrarle el pico. —Negó con la cabeza—. Va de sabio, pero es demasiado pasional para dar algunos consejos y entender ciertas cosas.

—¿Por qué dices eso? Él siempre ha entendido a mi madre.

—Ha entendido lo que le ha interesado. Los aspectos feos prefiere censurarlos. Es su peor defecto: se pone en la piel de los demás cuando le despiertan compasión o les caen bien. Si no, no hace ni el amago de esforzarse.

—¿Y crees que mi madre no le despierta compasión?

—Hace tiempo que dejé de intentar entender qué coño pasa con esos dos. Me gustaban juntos, pero soñar con que volvieran y ver que no pasaba solo me jodía, así que dejé de preguntar. —La miró por el rabillo del ojo—. ¿Qué habéis hablado?

—Le he dicho todo lo que pienso y siento. Poco a poco, todo irá a mejor —decidió—. Se pondrá bien, estoy segura.

Mon probó una sonrisa de pega.

—¿Desde cuándo eres tan optimista?

—Desde que he descubierto que serlo no me va a matar. Me gusta más elevarme con la ingenuidad que hundirme con el pesimismo.

—Siempre he pensado que ser pesimista es más inteligente. Hay que estar preparado para lo peor.

—Yo también pensaba así. Pero llega un momento en la vida del pesimista en que, aunque las cosas le salgan bien, sigue insatisfecho. No hay nada peor que desconfiar incluso de las cosas bonitas que la vida te regala.

Mon se giró hacia ella con curiosidad.

Nada la afectaba. Llevaba días y días sin dormir en condiciones y llevaba su fabulosa melena recogida en una coleta encrespada, pero ni tenía ojeras ni abandonaba la pose orgullosa. Estaba sufriendo un infierno de puertas para dentro, pero era tan perfecta y controlada que no se le notaba.

—¿Y qué te ha hecho cambiar de opinión?

—Adrián. Aroa. Todo lo que ha pasado este último mes —respondió—. No sabes lo frustrada que me he sentido teniendo miedo de... de nada; poniéndome en lo peor cuando no me daban ningún motivo para hacerlo. Es asfixiante vivir con la sensación de que todo se va a ir a la mierda sin señales que apunten que así va a ser.

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